Defensa de la Constitución frente al legislador y los jueces

Los excesos cometidos por algún sector de la judicatura no pueden llevarnos a la conclusión de que el ejercicio del poder judicial es expresión de una patología institucional generalizada

ENRIQUE FLORES

El acentuado protagonismo que determinados jueces han asumido en nuestro país está generando una situación anómala, en la que aquellos sobrepasan los límites de su ámbito funcional —la resolución de conflictos mediante la aplicación de la ley, adoptando una actitud creativa mediante la que las normas incorporan un sentido diverso al decidido por el legislador. Una destacada muestra en este sentido sería la decisión de la Sala Segunda del Tribunal Supremo al interpretar el delito de malversación contemplado por la Ley de Amnistía, atribuyéndole un significado opuesto al previsto por aquella, lo...

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El acentuado protagonismo que determinados jueces han asumido en nuestro país está generando una situación anómala, en la que aquellos sobrepasan los límites de su ámbito funcional —la resolución de conflictos mediante la aplicación de la ley, adoptando una actitud creativa mediante la que las normas incorporan un sentido diverso al decidido por el legislador. Una destacada muestra en este sentido sería la decisión de la Sala Segunda del Tribunal Supremo al interpretar el delito de malversación contemplado por la Ley de Amnistía, atribuyéndole un significado opuesto al previsto por aquella, lo que conduce a que tal previsión no se aplique a buena parte de sus destinatarios: los responsables del procés. En virtud de este criticable modus operandi, el esquema de distribución de funciones constitucionalmente establecido experimenta una seria quiebra, arrogándose el poder judicial una función de relectura y transformación normativa que no le corresponde e invadiendo el ámbito propio del legislador. Resultaría, pues, que nos hallamos en un contexto de “juristocracia”, según afirmaba recientemente Daniel Innerarity, donde el aludido protagonismo del poder judicial provocaría un pernicioso efecto de “disciplinamiento jurídico de las democracias” y en el que “claras mayorías políticas no consiguen llevar a la práctica lo que han conseguido”. Una alteración funcional que, según dicho autor, incorporaría una dimensión sistémica, provocando un abierto choque de legitimidades entre poderes. Así sucedería porque el poder que cuenta con el respaldo directo de la ciudadanía -el legislativo- es suplantado por otro -el judicial- que carece de dicho sustento democrático inmediato y que no está llamado a rendir cuentas ante el electorado.

Los razonamientos sucintamente expuestos conducen a formular un diagnóstico extremadamente negativo que no refleja adecuadamente el estado de la cuestión. La fundamentada crítica a los excesos cometidos por algún sector del poder judicial no puede conducir a la conclusión de que el ejercicio de la función jurisdiccional en nuestro país es expresión de una patología institucional generalizada. El último informe sobre Estado de Derecho de la Comisión Europea ha insistido en la independencia con la que actúa la judicatura en España, aunque sin ignorar la existencia de puntuales aspectos problemáticos. Igualmente, resulta obligado señalar que, en el ejercicio de su función, jueces y magistrados están exclusivamente vinculados al imperio de la ley. Es esa conexión funcional y no el modo en el que se accede a la judicatura la que legitima democráticamente el ejercicio de la función. Y si se quiebra ese nexo esencial, el ordenamiento cuenta con mecanismos para exigir la rendición de cuentas a los jueces. Unos mecanismos específicos, concretados en cauces disciplinarios y jurisdiccionales, que permiten verificar si se han producido extralimitaciones jurídicamente reprobables y merecedoras de sanción. Que la exigencia de responsabilidad por los excesos judiciales no discurra por vías similares a las aplicadas a los poderes representativos (legislativo y ejecutivo) cuya máxima expresión reside en la voluntad que el electorado manifiesta en las urnas, no significa en absoluto que el judicial es un poder inmune exento de límites en el desempeño de su tarea.

Conectada con el ejercicio de la función judicial en la aplicación de las leyes, pero situada en un plano diverso, se encuentra el control de la adecuación de estas a la Constitución desarrollada por el Tribunal Constitucional (TC). También en este terreno, la reciente experiencia española es objeto de importantes críticas, afirmándose en los medios de comunicación la percepción de que el TC es un órgano politizado que tiende a reproducir dinámicas decisionales reflejo de las mayorías políticas propias del circuito representativo. La generalización del mecanismo del voto particular en los últimos años podría ser considerado un relevante indicio de tal situación, puesto que, salvo escasas excepciones —entre estas, las decisiones adoptadas por unanimidad sobre asuntos relativos al proceso independentista catalán— lo habitual es la existencia de una previsible alineación ideológica entre magistrados a la hora de resolver las controversias. Así se evidencia en las sentencias relativas a normas especialmente significativas (estados de alarma, eutanasia o interrupción del embarazo, por citar algunos ejemplos), adoptadas con una mínima mayoría de apoyo y acompañadas de un nutrido número de votos discrepantes. Esta situación no plantea problemas desde una perspectiva formal, puesto que los magistrados del TC están facultados para manifestar su opinión discordante frente a las decisiones adoptadas por la mayoría. Sin embargo, en términos sustanciales, evidencia la incapacidad para hallar un espacio común que acoja una interpretación constitucional ampliamente compartida de cara a dirimir la constitucionalidad de las leyes. Es en esta recurrente dinámica fragmentada por bloques que las decisiones del TC se interpretan en clave eminentemente política. Dependiendo de cuál sea la pretendida mayoría ideológica predominante en su composición, se concluye que se abre camino una lectura progresista de la Constitución o, por el contrario, se impone otra de signo opuesto, cerrando el paso al cambio promovido por la mayoría en el poder.

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Ante esta insatisfactoria situación, que va achicando de modo preocupante los espacios de una cultura constitucional común, es imprescindible reivindicar la idea de Constitución como norma suprema, expresión de una voluntad rectora que sienta las bases del ordenamiento, fruto de un consenso fundacional reforzado y que, por tal razón, incorpora una vocación reforzada de estabilidad y permanencia. Consecuentemente, su respeto se impone tanto a la ciudadanía como a todos los poderes públicos. Y para que así sea, el TC actúa como su garante último, trazando la línea que separa la interpretación políticamente admisible de la Constitución de la que la rebasa y no tiene cabida en la misma. Una adecuada comprensión de la tarea del TC exige recordar que, en el contexto de las democracias pluralistas contemporáneas, la Constitución incorpora a su texto un significativo conjunto de normas principiales o de mínimos. Estas se caracterizan por una especial elasticidad e indeterminación en su formulación, correspondiendo su concreción al legislador, esto es, a la representación ciudadana reunida en el Parlamento. Así pues, la interpretación política de las normas constitucionales incorpora una insoslayable dimensión creativa, dotándolas de específico sentido en función de las correspondientes mayorías políticas. Sobre la base de tal planteamiento se justifica la necesidad de que el TC muestre una actitud de máxima deferencia ante la obra del legislador, limitándose a actuar como árbitro de las controversias. Es precisamente en relación con esta obligada autocontención que cobra pleno sentido la idea de “autolimitación estratégica” referida por Daniel Innerarity, aludiendo a la existencia de “un espacio jurídico de posibilidades” accesible al legislador que el TC debe respetar. Ahora bien, compartiendo tal afirmación, no es aceptable la idea de que la salvaguarda de la Constitución conduce a “reducir lo político a lo jurídico”, devaluando el papel que corresponde al Parlamento. Y es que la preservación de la Constitución frente a la mayoría legislativa no puede interpretarse como una actividad orientada a impedir que el juego político fluya libremente. Antes bien, tal exigencia expresa la imprescindible necesidad de proteger las reglas configuradoras de dicho juego, sin que las mayorías puedan burlarlas. Lo contrario conduce a ignorar un principio esencial de todo Estado democrático de Derecho.

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