El poder de los Juegos Olímpicos
París acoge desde este viernes un acontecimiento deportivo en el que las emociones conviven con las contradicciones
Rafa Nadal se emociona cuando habla de los Juegos Olímpicos, que para él representan la esencia del deporte, la raíz de su vocación, los años en los que se alojaba en hoteles de mala muerte y, más que un deportista solo, sentía que formaba parte de un equipo. En vísperas de los Juegos Olímpicos de la XXXIII Olimpiada, que se celebran en París entre este viernes y el domingo 11 de agosto, el candor del mejor deportista español de la historia contrasta con el énfasis con el que el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), Thomas Bach, relató los éxitos de su gestión a los miembros de la hermandad: unos ingresos de 7.000 millones de euros durante la anterior Olimpiada, la que culminó en Tokio en 2021. También anunció como gran avance la creación de unos Juegos Olímpicos de Esports (videojuegos), que financiará durante 12 años el reino de Arabia Saudí.
Los Juegos Olímpicos, autodefinidos como el mayor festival deportivo internacional, se han convertido en una gran empresa del mundo del espectáculo cuya materia prima es la visión espiritual de los deportistas, que despliegan su talento físico y artístico para convertirlo en emociones al otro lado de las pantallas, donde se calcula que más de 1.000 millones de telespectadores seguirán sus proezas. Ninguno de los atletas habla estos días más que de sueños, esfuerzo, transformación personal, sacrificio solo por llegar a participar, el empeño de toda una vida. El marketing, la publicidad, el negocio, se queda para el COI, que ha convertido el monopolio del logo de los cinco aros en una inagotable fuente de ingresos.
Esta es una de las contradicciones del llamado espíritu olímpico, propiedad de una empresa privada que coopta a sus componentes y no se somete a más escrutinio que el de sus propios miembros. Reclamando —desde una interpretación interesada de la historia— su autonomía frente a todos los poderes del mundo, salvo el económico, el COI se ha convertido en uno de esos poderes, y así lo reconocen reyes y jefes de Estado, alcaldes y presidentes, que se acercan a él para conseguir sus favores a cambio de inmensas inversiones públicas. A veces el COI también juega a la alta política y castiga sin participar en París a Rusia y Bielorrusia por la invasión de Ucrania mientras evita criticar siquiera al Gobierno de Israel —país mártir en Múnich 72— por la masacre de Gaza.
La herencia que dejan sus “festivales” son la memoria de un acontecimiento único que se repite cada cuatro años y una contradictoria serie de huellas reales y simbólicas en las que conviven la recuperación urbana de las ciudades y la gentrificación, la visibilidad de las minorías y el lavado de imagen de países corruptos y dictaduras. A los Juegos los salvan los deportistas, que toman prestada la camiseta de su equipo nacional y buscan la excelencia para emocionar a la humanidad. Todo el poder para ellos.