Al otro lado de qué

Conservo un sillón de orejas en el que murió un amigo mientras leía las ‘Memorias de ultratumba’, de Chateaubriand, que dejó a medias

Un sillón de Hans Wegner de los años cincuenta.José Hevia

Conservo un sillón de orejas en el que murió un amigo mientras leía las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand, que dejó a medias. Su esposa volvió a casarse a los dos años de enviudar y su nuevo marido cogió la costumbre de dar una cabezada, después de comer, en el sillón del difunto. A la pobre mujer le impresionaba verlo dormido en el mismo sitio en el que había visto muerto al anterior, así que decidió deshacerse del mueble, que acabó en mi casa. Durante un tiempo, daba un rodeo al pa...

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Conservo un sillón de orejas en el que murió un amigo mientras leía las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand, que dejó a medias. Su esposa volvió a casarse a los dos años de enviudar y su nuevo marido cogió la costumbre de dar una cabezada, después de comer, en el sillón del difunto. A la pobre mujer le impresionaba verlo dormido en el mismo sitio en el que había visto muerto al anterior, así que decidió deshacerse del mueble, que acabó en mi casa. Durante un tiempo, daba un rodeo al pasar cerca de él, pero un día me armé de valor y lo ocupé, por si sucedía algo. Permanecí allí un cuarto de hora, con los ojos cerrados, pensando en esto y en aquello y noté, al levantarme, un relajamiento extraño, una paz (solicito disculpas por la exageración) que no parecía de este mundo. Luego me preparé un café y estuve contemplando las formas del sillón a un metro de distancia. Era feo, aunque de una fealdad, digamos, acogedora.

Adquirí enseguida la costumbre de pasar parte de las tardes en él, generalmente con los ojos cerrados, haciéndome la ilusión de viajar al pasado, donde revivía escenas compartidas con el amigo fallecido. Un día empecé a leer las Memorias de ultratumba en el lugar donde él las había dejado. Al principio, las leía más para él que para mí, por si me pudiera escuchar, pero enseguida logré que me atraparan, como si contaran mi vida, que nada tenía que ver con la del autor francés. Mis intentos anteriores de enfrentarme a este clásico habían fracasado porque me impacientaba la morosidad de su prosa que ahora, sin embargo, me resultaba ligera. Curiosamente, Chateaubriand empezó a escribirlo a la misma edad en la que yo empecé a sentarme en el sillón del muerto.

Ha ocurrido algo, en fin, entre ese mueble y yo, algo que es a la vez siniestro y luminoso. Al acomodarme en él, siento que me traslado al otro lado, o quizá a un otro lado. Pero a un otro lado de qué. Tal es lo que me pregunto.

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