Rey sacrifica peón

La privatización de nuestras empresas estratégicas hizo millonarias a señaladas familias. La recuperación de una parte para no perder del todo su vínculo nacional nos va a costar cara

Sede de Telefónica en el barrio de Las Tablas (Madrid).Pablo Monge

Saber de números evita confusiones. Si uno se pregunta por qué no sucede el apocalipsis que se escenifica en nuestra escena política a diario basta con fijarse en el ritmo de crecimiento económico y otros datos muy positivos de nuestro país dentro del contexto europeo. Sin dejar los números, un trocito de la Telefónica vuelve a manos del Estado español. Ha sido una noticia económica que nos ha propulsado hacia el pasado, a los tiempos en que culminó su privatización. La recompra que se ha pro...

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Saber de números evita confusiones. Si uno se pregunta por qué no sucede el apocalipsis que se escenifica en nuestra escena política a diario basta con fijarse en el ritmo de crecimiento económico y otros datos muy positivos de nuestro país dentro del contexto europeo. Sin dejar los números, un trocito de la Telefónica vuelve a manos del Estado español. Ha sido una noticia económica que nos ha propulsado hacia el pasado, a los tiempos en que culminó su privatización. La recompra que se ha producido en estos días tiene como finalidad frenar la internacionalización de la propiedad, porque saltaron todas las alarmas al saber que un fondo saudí se había hecho, sin demasiado ruido, con el 10% de la compañía. Lo que significa este desafío es el reconocimiento oficial, por fin, de que existen empresas que son estratégicas para el país. Algo que se nos negó hasta la saciedad cuando tocaba desprenderse de ellas. Su privatización combatía la magnitud monopolística y se completó cuando Aznar nombró presidente a dedo a un fiel compañero de pupitre. Ya de antes miles de trabajadores habían pasado a empresas externalizadas en una limpieza laboral asombrosa y gracias al impulso de la Bolsa se afianzó un crecimiento rotundo.

La pieza más indispensable en la digitalización del país estaba por fin en manos privadas. Era cuando se nos vendía como fantástica una gestión económica basada en desprenderse de activos estatales. Algo así como si un padre de familia presume de lo bien que le van los negocios porque ha sumado a su balance la venta de la casa en la que vive con sus hijos. El último 21% de Telefónica lo vendimos por 3.786 millones de euros. Ahora la aspiración es llegar a recomprar en torno al 10% y será curioso ver cómo salen los números. Frenar el peligro saudí es un buen propósito. En Estados Unidos quieren prohibir TikTok por si es una infiltración del Gobierno chino en su sociedad. Aquí acabamos de paralizar que la gente venda su iris a cambio de una propina en bitcoins. Y hace poco caímos en la cuenta de que Putin nos declaraba la guerra mientras nos tenía cautivos de su mercado energético. Ser bobo cotiza altísimo.

En días pasados el juez Pedraz dictó y se desdijo de unas medidas cautelares contra la red Telegram por su tráfico de contenidos audiovisuales sin licencia de explotación. En la rectificación reconoce que el delito, denunciado entre otras por la antigua Telefónica, ahora Movistar, se sigue produciendo, pero el problema consiste en que ni siquiera sancionando a la red de mensajería se podría evitar que se siga consumando la actividad ilegal. Tras ver cómo reculan y se achantan los juzgados, las comisiones de la competencia y los tribunales antimonopolio ante empresas monstruosas como Google, Amazon o Apple, nos queda bastante más claro quién manda y quién es el mandado. Hace tiempo que en el tráfico comunicativo nosotros somos meras vacas de ordeño. La privatización de nuestras empresas estratégicas hizo millonarias a señaladas familias. La recuperación de al menos una parte referencial para no perder del todo su vínculo nacional nos va a costar cara. Además, no nos garantizará la seguridad porque hay un magma por encima de nuestras posibilidades de regulación y control, por no hablar del corsé de satélites de Musk que nos rodea. Los peones asumen en el ajedrez su condición de barrera de sacrificio para que atrás reyes y reinas disputen la parte suculenta de la partida.

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