El desconocido
Volví a la foto y advertí con un sudor frío que más atrás, muy al fondo, latía de alguna manera difusa la cara de la que me despedí unas semanas atrás
El jueves recibí en el móvil un mensaje de mi ex. Era la foto de un chaval disfrazado de viudo, pues en Pontevedra se celebraba el entierro del Ravachol, un loro simpatiquísimo de la botica de Perfecto Feijóo que vivió en el siglo XIX y repetía en público lo que su dueño decía en privado; un día entró en la botica Emilia Pardo Bazán y el loro empezó a llamarla “puta” (el animal pese a todo era tan querido en Pontevedra que su muerte colapsó la ciudad y se conmemora más de un siglo después). Yo me quedé mirando absorto y embobado la foto porque era un chico muy guapo, con cara aleatoria de acto...
El jueves recibí en el móvil un mensaje de mi ex. Era la foto de un chaval disfrazado de viudo, pues en Pontevedra se celebraba el entierro del Ravachol, un loro simpatiquísimo de la botica de Perfecto Feijóo que vivió en el siglo XIX y repetía en público lo que su dueño decía en privado; un día entró en la botica Emilia Pardo Bazán y el loro empezó a llamarla “puta” (el animal pese a todo era tan querido en Pontevedra que su muerte colapsó la ciudad y se conmemora más de un siglo después). Yo me quedé mirando absorto y embobado la foto porque era un chico muy guapo, con cara aleatoria de actor famoso, pero jovencísimo, y como aquello me parecía delito pregunté quién era. “Tu hijo”, respondió antes de bloquearme. Volví a la foto y advertí con un sudor frío que más atrás, muy al fondo, latía de alguna manera difusa la cara de la que me despedí unas semanas atrás. Una cara que no volvería a ver nunca, la cara de un mundo al que yo empezaba a llorar como decía Valle que lloraban los dioses al extinguirse su culto.
Había ocurrido, como me avisaron, en cuestión de días. Se acaba el niño como se acaba la vida, de la noche a la mañana, en unas pocas horas de sueño en que nos vamos sin enterarnos nosotros y el resto: unos del mundo, otros de su cara. Aquel niño que llevaba seis días sin ver era mi hijo sin serlo aún del todo, o al menos ya no el hijo que yo había conocido, y cuando comprendí que el tiempo que me costó reconocerlo fue mayor que el tiempo en que él había cambiado supe que hay, siempre, dos o tres segundos en que sólo somos máscara, algo irreconocible incluso para nosotros mismos, una luz entre los pliegues del pasado y el presente que ilumina cuando se apaga, y no ilumina nada hasta que la vemos.