Tribuna

De las opiniones de los famosos al peligro del populismo

Algo falla cuando en pleno siglo XXI son los ‘influencers’ y personajes populares quienes establecen qué está bien y qué está mal

Dos jóvenes consultan sus teléfonos móviles.DAVID EXPÓSITO

Hace un tiempo, coincidiendo con la pandemia, un periodista en una rueda de prensa le preguntó a Jürgen Klopp, entrenador del Liverpool, qué opinaba de las medidas que se habían tomado en el fútbol por el coronavirus. El entrenador no dudó: “Mi opinión sobre el coronavirus no es importante”. Él no era quién para cuestionar las decisiones médicas.

Recordé esta respuesta y la prudencia del alemán cuando el otro día leí un tuit de la exministra Irene Montero. Lo escribió a propósito de ...

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Hace un tiempo, coincidiendo con la pandemia, un periodista en una rueda de prensa le preguntó a Jürgen Klopp, entrenador del Liverpool, qué opinaba de las medidas que se habían tomado en el fútbol por el coronavirus. El entrenador no dudó: “Mi opinión sobre el coronavirus no es importante”. Él no era quién para cuestionar las decisiones médicas.

Recordé esta respuesta y la prudencia del alemán cuando el otro día leí un tuit de la exministra Irene Montero. Lo escribió a propósito de una respuesta de la Ministra de Igualdad, Ana Redondo, sobre el juicio de Dani Alves, en el que ésta pedía respeto a las decisiones judiciales. Irene no tardó en tuitear: “Pido al Gobierno que no dé pasos atrás en la lucha contra las violencias machistas. Decir, ante un caso de violencia sexual, que se valorará cuando haya sentencia es hacer depender la credibilidad de la víctima del resultado del proceso judicial”. Ni que decir tiene que en un conflicto legal, es el proceso judicial, el que decide quién dice la verdad y quién no. En definitiva, quién tiene credibilidad. Si la credibilidad no dependiese de ese proceso judicial, como sugiere la exministra, y ya partiésemos de que es patrimonio de una de las dos partes, dejaría de tener sentido no solo el proceso judicial, también nuestro sistema judicial. Amén de lo que supone la desaparición de la presunción de inocencia. Es verdad que, a día de hoy, Irene Montero es solo la candidata de Podemos a las elecciones europeas, pero no podemos negar que todavía goza de cierta proyección popular, o sea que sus declaraciones son leídas —incluso creídas— por muchas personas.

En esta misma línea, la de cuestionar a los profesionales, se situaba Penélope Cruz en la última gala de los Goya. A la pregunta de un periodista acerca de las víctimas de violencia machista, la conocida actriz, primero señala que “El periodismo no puede coger el rol de la justicia”, en clara referencia a las investigaciones de EL PAÍS, y añade: “lo que más nos está fallando es el sistema judicial”, cuestionando la ayuda a las víctimas. Aquí tenemos a una actriz explicándonos, con su análisis de experta, el grado de funcionamiento y eficacia de nuestro sistema judicial.

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Son solo tres ejemplos, lo sé, pero podría poner muchos más, sobre todo de los que, desde gremios que se caracterizan básicamente por la fama, ponen en duda la autoridad. No se trata de limitar el derecho de opinión de nadie, sino de señalar el peligro de que la opinión del famoso tenga más repercusión que la del experto.

Está claro que la autoridad ha cambiado de manos y algo falla cuando, en pleno siglo XXI son famosos, influencers, populares —llamémosles como queramos— quienes establecen qué está bien o qué está mal. Eso y que una diría que todo el mundo sabe de todo, sobre todo de jurisprudencia, no los he visto opinar de cirugías a corazón abierto, ni de planos de edificios. No me refiero a que eviten emitir un juicio, todos podemos hacerlo, me refiero a tener un poco sentido de la responsabilidad y ser conscientes de que se agradecería humildad para hablar de ciertos temas.

El problema se agrava porque, a día de hoy, el descrédito de los poderes públicos es tan enorme que, con según qué informaciones, solo se consigue una desafección que obtiene el efecto contrario: que nada cambie. Porque esa desafección, a la larga, se acaba reflejando en las urnas y acabamos consiguiendo resultados como, por ejemplo, el que hemos visto hace unas semanas en Argentina. El ataque sistemático a las instituciones del Estado, en lugar del intento de que estas mismas modifiquen y mejoren sus formas de actuar, con nuestro voto en las urnas, solo consigue un desgaste del propio sistema democrático.

Pero no se crean que esto es cosa solo de “famosillos”, a veces incluso personalidades pertenecientes a partidos tradicionales (no sé ni cómo llamarlos, pero creo que se entiende la idea), acaban por caer en la trampa del cuestionamiento de nuestras instituciones, y contribuyen aún más descrédito de las mismas instituciones que lideran o aspiran a liderar.

Redes sociales, famosos, opinólogos… la sociedad de la “desinformación”, en definitiva, acaba consiguiendo que tengan credibilidad quienes más seguidores tienen o quien dice las cosas en horario de máxima audiencia, y el que los escucha no se detiene a comprobar lo dicho, a buscar datos de lo criticado, ni a cuestionar si tiene o no los conocimientos. Incluso en ocasiones, sabiendo que el que nos lo dice carece del conocimiento para emitir un juicio racional, damos por buena su opinión sin más. Parece como si el famoso siempre tuviera razón, incluso de los temas más especializados. No me entendáis mal, el activismo político es estupendo, pero la opinión debería estar basada en un conocimiento.

¿Cómo llegamos aquí? Fácil, el descrédito de muchos de nuestros representantes ha creado un descontento generalizado. Un descontento que, en lugar de hacernos prestar atención a los expertos, nos lleva a tener como referentes a los que nos despiertan las emociones más negativas, más apasionadas, más simplistas. Es decir, los populismos más peligrosos. Dadle una vuelta, se avecinan elecciones.

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