Napoleón, el mayor monarca del mundo
Las guerras totales terminan escondiendo detrás de las grandes causas las peores ignominias
La batalla de Valmy, que tuvo lugar en 1792, fue decisiva porque logró frenar el avance de las tropas que pretendían llegar hasta París para acabar con la Revolución Francesa. Goethe estuvo allí, iba acompañando en un discreto segundo plano (“empotrado”, diríamos ahora) a las fuerzas prusianas. Dicen que comentó que las bolas de cañón que pasaban por el aire sonaban como “el gorgoteo del agua y el ...
La batalla de Valmy, que tuvo lugar en 1792, fue decisiva porque logró frenar el avance de las tropas que pretendían llegar hasta París para acabar con la Revolución Francesa. Goethe estuvo allí, iba acompañando en un discreto segundo plano (“empotrado”, diríamos ahora) a las fuerzas prusianas. Dicen que comentó que las bolas de cañón que pasaban por el aire sonaban como “el gorgoteo del agua y el silbido de los pájaros”. Tras la derrota, lo escribió unos años más tarde, se dirigió a los soldados y les dijo: “En este lugar y desde hoy comienza una nueva era en la historia del mundo, y todos vosotros podéis decir que estuvisteis presentes en su nacimiento”.
El comentario le sirve al historiador David A. Bell para explicar en La primera guerra total. La Europa de Napoleón y el nacimiento de la guerra moderna (Alianza) el profundo cambio que se operó entonces, y sobre el que Goethe les había llamado la atención a aquellos soldados prusianos. Tras la Revolución, Francia se embarcó en una gran cruzada para transformar el mundo, y cuantos se oponían al avance de las libertades eran simplemente unos monstruos: había que borrarlos del mapa. Para conseguirlo resultaba óptima la artillería, y aquellas bombas cuyos silbidos le resultaron tan gratos al escritor alemán. Robespierre explicó el designio revolucionario de manera diáfana: “Los que hacen la guerra a un pueblo para detener los progresos de la libertad y aniquilar los derechos del hombre deben ser perseguidos por todos, no como enemigos ordinarios, sino como asesinos y bandidos rebeldes”.
Napoleón terminó siendo el gran embajador de los valores de la Revolución Francesa en el resto del mundo. “He vertido sangre, tal vez verteré más, pero sin rabia, y sencillamente porque la sangría es una parte de la medicina política”, observó alguna vez. La cita procede de Vida de Napoleón. Contada por él mismo (Edhasa), donde André Malraux reconstruyó su historia recogiendo fragmentos de sus cartas y sus diarios y de su Memorial de Santa Helena, y fue colocándolos uno detrás de otro para reconstruir cómo fue viendo las cosas año tras año desde 1796 a 1821 (con una primera entrada referida a 1786). El Napoleón de Ridley Scott que ahora se puede ver en las pantallas —entretenida, poco más se puede decir— subraya la condición de espectáculo que tienen las mayores brutalidades. Napoleón: “La batalla de Austerlitz es la más bella de todas las que he dado. He librado treinta batallas como esta, pero ninguna donde la victoria estuviera tan decidida y el destino tan poco equilibrado. La guardia de a pie no pudo entrar en batalla; lloraba de rabia”.
¿Cómo se contarán dentro de un centenar de años los brutales bombardeos contra la población civil de Gaza? Quién sabe. Las guerras totales donde se extermina al enemigo se sostienen en grandes causas que con el tiempo lo ocupan todo y terminan borrando la muerte y la destrucción de aquellos a los que les tocó padecer un momento histórico. “Subí de la nada a ser el mayor monarca del mundo”, dijo Napoleón. “Europa estaba a mis pies”. Goethe, al final de sus días, le comentó a Eckermann que aquel “hombre que había pisoteado la vida y la suerte de millones de personas” había tenido al fin en Santa Helena “un destino muy benévolo”. La épica del gran hombre permitió ocultar su ignominia.