Un milagro módico: encuentro en el andén

Nos habíamos visto dos horas antes, volveríamos a vernos en casa en pocas horas más, pero nos abrazamos como desconocidos y nos despedimos con dificultad, como si no fuéramos a reencontrarnos nunca

Despedida de una pareja en un andén de la Estación Central de Viena.Claudio Álvarez

Buenos Aires es una ciudad hermosa, pero incluso en una ciudad hermosa hay días feos. Era jueves. Los edificios extendían su mármol quieto hacia un cielo que parecía una piscina, pero yo estaba oscura. Prefería no existir, regresar a la vida en un momento más adecuado. Entonces sucedió algo grandioso. Un milagro de baja intensidad. Caminaba por el andén del metro, cabizbaja, la angustia bombeando sombras, rodeada por una multitud espesa que caminaba a toda velocidad, cuando vi detenerse ante mí a un hombre hermoso, con su ...

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Buenos Aires es una ciudad hermosa, pero incluso en una ciudad hermosa hay días feos. Era jueves. Los edificios extendían su mármol quieto hacia un cielo que parecía una piscina, pero yo estaba oscura. Prefería no existir, regresar a la vida en un momento más adecuado. Entonces sucedió algo grandioso. Un milagro de baja intensidad. Caminaba por el andén del metro, cabizbaja, la angustia bombeando sombras, rodeada por una multitud espesa que caminaba a toda velocidad, cuando vi detenerse ante mí a un hombre hermoso, con su camisa azul hermosa, con su bolso de fotografía colgando del hombro hermoso. Me miró y me dijo: “Hola, preciosa”. Era el hombre con quien vivo. Regresaba de un trabajo, yo iba rumbo a una entrevista. Después supe que él, en ese momento, recordó lo mismo que yo: el día en que hace muchos años, cuando nos habíamos distanciado brevemente, nos encontramos por casualidad en el cajero automático de una zona de la ciudad a la que no íbamos nunca y, obedeciendo a la gravitación de las cosas, volvimos a estar juntos. Ahora, décadas después, estábamos nuevamente soldados a la lógica de lo imposible. Supongo que éramos todo un espectáculo: una pareja de más de 50 abrazada, mirándose a los ojos como se mira la gente por primera vez. Nos habíamos visto dos horas antes, volveríamos a vernos en casa en pocas horas más, pero nos abrazamos como desconocidos y nos despedimos con dificultad, como si no fuéramos a reencontrarnos nunca. No dijimos nada porque no debía decirse nada: era sólo un momento que había que vivir. Estábamos atrapados en un nudo del tiempo. En una broma seria y grandiosa. Ahí estaba el mundo, enviándonos una señal con su fuerza loca y giratoria. No era una señal de amor. Era más enorme. Nos decía: “Se buscan en la multitud, tienen la potencia de los guerreros que descansan, el sabor del fuego y de los refugios”.

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