Columna

La necesidad de un poco de magia

No era el viejo truco de la ficción actuando, sino algo más poderoso y real: era la vida de gente como ellos la que se sometía a los azares, la que se disponía en lucha bajo el sol y el agua

Nadal y Federer se secan el sudor durante la final de Wimbledon de 2008.Julian Finney (Getty Images)

Cuando era niño, en medio de un partido, a Rafael Nadal se le acercó su tío Toni y le dijo que no se preocupase porque si las cosas iban mal él haría llover, se interrumpiría el partido y a la vuelta Rafa remontaría tras coger fuerzas. Toni Nadal era para su sobrino, de ocho años, el mago Natali, un personaje con superpoderes que podía hacer que se abriesen los cielos y cayese un aguacero. Parece imposible, pero el caso es que se puso a llover y se paró el partido. El niño Nadal se acercó a Toni y le dijo que no hacía falta: que estaba preparado para ganar sin recurrir a la magia. Dejó de llov...

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Cuando era niño, en medio de un partido, a Rafael Nadal se le acercó su tío Toni y le dijo que no se preocupase porque si las cosas iban mal él haría llover, se interrumpiría el partido y a la vuelta Rafa remontaría tras coger fuerzas. Toni Nadal era para su sobrino, de ocho años, el mago Natali, un personaje con superpoderes que podía hacer que se abriesen los cielos y cayese un aguacero. Parece imposible, pero el caso es que se puso a llover y se paró el partido. El niño Nadal se acercó a Toni y le dijo que no hacía falta: que estaba preparado para ganar sin recurrir a la magia. Dejó de llover, y Nadal ganó en el tercer set. Fue la primera traición de Nadal a la ficción, al armamento narrativo que su tío había construido para él en una infancia feliz en la que nunca, por obra y gracia de los milagros, le ocurriría nada malo.

Para creerse aquella fantasía, Natali empleó los mejores trucos: le dijo que en su pasado había sido un goleador del Milan, por lo que los compañeros de su otro tío, Miquel Angel Nadal, jugador del Barça, lo saludaban con reverencias delante del niño. Y un día, viendo un partido que Rafa creía en directo, pero en realidad se emitía en diferido, dijo que haría lesionar a Ivan Lendl por lo mal que se estaba moviendo en la pista; así fue como Lendl, ante la mirada de Rafa Nadal, se retiró del partido tras las órdenes del mago Natali.

El final de la inocencia de Nadal no fue dejar de creer en los Reyes Magos, sino comprender que aquel mago no existía: era la proyección de un mito, el sueño de saberse invencible. La misma fuerza mental que necesitaba para tener una fe absoluta en los poderes de su tío se desplazó, con el tiempo, hacia sí mismo. De esta manera se convirtió en el tenista mentalmente más fuerte de la historia: su leyenda sería más grande siendo real que imaginaria, al fin y al cabo es más duro dejar de creer que puedes hacer llover, que creerlo.

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Lo que siguió a ese abismo fue la confirmación de un tenista. Cambió la historia del tenis español porque planteó una carrera casi imposible: ganar el Grand Slam, vencer en los cuatro grandes torneos y sus superficies. Para eso, en un país volcado a la tierra, se necesitaba construir un Natali de verdad, un tenista capaz de adaptar su juego natural en tierra a superficies inhóspitas para España desde Manolo Santana. En Wimbledon no basta con correr y sofocar al rival: si uno no saca como un bombardero tiene que restar aún más fuerte. Que la hazaña de Nadal, que el hecho histórico de Nadal, se haya producido bajo el reinado de Roger Federer multiplica su efecto: es un reinado paralelo, más ruidoso si cabe, repleto de días monumentales. Ninguno como el de Wimbledon 2008.

Empecé a ver el famoso partido hace unas horas por razones que no vienen al caso, pero vendrán. Llovió mucho y hubo que suspenderlo. No era el viejo truco de la ficción actuando, sino algo más poderoso y real, que se podía palpar en Nadal: era la vida de gente como él y de gente como Federer la que se sometía a los azares, que se disponía en lucha bajo el sol y el agua, pues hubo de todo aquella tarde y nada fue por arte de magia. Aunque los dos se esforzasen en disimularlo.

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