Txalaparta

Una madre va todas las tardes a la misma cafetería a pedir lo mismo y poder ver, a través de los ventanales, a su hijo con sus amigos en la plaza

Unas mujeres miran a una chica colocar un cartel en una cafetería de Terrassa.Cristóbal Castro

La escena la vi en un restaurante de Bueu este verano, junto a la playa. Yo me había quedado solo en la mesa haciendo esto que estoy haciendo ahora, escribiendo para el periódico. Mis amigos habían bajado a bañarse con sus hijos y con el mío. Y una mujer, en la mesa de enfrente, miraba a través de los ventanales a su hijo. También el de ella se lo habían llevado sus amigos a la playa, pero ella no escribía: sólo observaba. Quizá triste o quizá contenta, no hay manera de saber lo que pasa por la cabeza de la gente en agosto. Así que ella miraba a su hijo y yo, de reojo, la miraba a ella mientra...

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La escena la vi en un restaurante de Bueu este verano, junto a la playa. Yo me había quedado solo en la mesa haciendo esto que estoy haciendo ahora, escribiendo para el periódico. Mis amigos habían bajado a bañarse con sus hijos y con el mío. Y una mujer, en la mesa de enfrente, miraba a través de los ventanales a su hijo. También el de ella se lo habían llevado sus amigos a la playa, pero ella no escribía: sólo observaba. Quizá triste o quizá contenta, no hay manera de saber lo que pasa por la cabeza de la gente en agosto. Así que ella miraba a su hijo y yo, de reojo, la miraba a ella mientras escribía mentalmente el artículo que teclearía dos meses después.

El crío, que había armado una buena bronca durante la comida, no debía de tener más de cinco años. Es probable que los amigos de la madre se lo hubiesen llevado para que ella, sola, tuviese un respiro. Ahora ella, que lo hubiese ahogado con sus propias manos hace media hora, lo miraba con ternura. Le habrán dicho “descansa y olvídate de él” y ella es incapaz; lo tiene a la vista, aunque sea a cien metros: ¿puede concentrarse en otra cosa? Y se queda mirándolo durante minutos. Es probable que quisiese hacer lo que queremos hacer todos los padres: congelarlos en el tiempo durante cada año sucesivo (“esta es la edad perfecta”) hasta supongo que los 15, que prefieres que los congele otro. Fabricaba recuerdos: aquel día en la playa, cuando jugaba con las olas (la mayoría de los recuerdos de los niños que fuimos y de los niños que tuvimos están relacionados con las olas o con el verano, quizá porque quién sabe lo que pasa por la cabeza de los niños en agosto, será la luz).

Dos meses después de esa escena volví a leer Txalaparta (Pepitas de Calabaza, 2023), el libro que Agustín Pery me envió antes de publicarlo en pdf y no había leído en papel. Me sobresaltó recordar la primera escena. Una madre va todas las tardes a la misma cafetería a pedir lo mismo y poder ver, a través de los ventanales, a su hijo con sus amigos en la plaza. Pero el niño no tiene cinco años sino 15, la aborrece a ella y odia a su padre. Es un chaval abertzale, el más duro de todos porque no le queda más remedio: su padre es un guardia civil (no un cualquiera: un cabronazo de primera, un torturador) que los abandonó a su madre y a él. Así que ella, escribiendo una carta que avanza según avanza la historia, recuerda el tiempo en que su hijo era otro, también en la playa, y su padre, sin embargo, el mismo. Recuerda, entonces, el viaje impresionante en que un hijo empieza a odiar a su madre por las razones más miserables (dejarse engañar por un txakurra, como lo llama él) y de fondo aparecen los primeros años noventa en el País Vasco con la vida de la calle mezclándose, a veces la misma, con la vida de los periódicos y la vida de la que nadie hablaba; cómo al lado de un Euskal Herria askatu había otra pintada en el mismo muro: “Nerea es una zorra”. Y de qué manera esa mirada de la mujer, Edurne, a su hijo cuando su hijo se le está yendo de las manos es la misma mirada de una madre cuando lo tiene entre las suyas: el milagro de que no cambie nunca.

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