Que la IA nos libre de septiembre, por favor

El hecho de que tengamos cada vez más datos explica nuestra creciente ansiedad. De algunas encuestas se deduce que muchos preferirían que decidiera un algoritmo, pero olvidan que eso supone renunciar a decidir qué sociedad queremos

Un visitante al Mobile World Congress de Barcelona hablaba por teléfono mientras pasaba por un estand de inteligencia artificial, en febrero de 2018.Andreu Dalmau (EFE)

La llegada de septiembre trae consigo no solo el regreso al trabajo, que ya es suficiente fuente de cansancio para la mayoría de nosotros, sino también la vuelta a los trámites administrativos, al mantenimiento del hogar, a esa rutina que nos va atrapando como una tela de araña.

Hace unos días, al hilo de este asunto, una amiga me comentaba: “Qué cansada estoy, y lo peor son las decisiones, me siento como si la vida no fuera más que eso, qué compañía de teléfono eliges, qué ropa les compras a los niños…”. Y, medio en broma, remataba: “Yo lo que quiero es que alguien decida por mí”.
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La llegada de septiembre trae consigo no solo el regreso al trabajo, que ya es suficiente fuente de cansancio para la mayoría de nosotros, sino también la vuelta a los trámites administrativos, al mantenimiento del hogar, a esa rutina que nos va atrapando como una tela de araña.

Hace unos días, al hilo de este asunto, una amiga me comentaba: “Qué cansada estoy, y lo peor son las decisiones, me siento como si la vida no fuera más que eso, qué compañía de teléfono eliges, qué ropa les compras a los niños…”. Y, medio en broma, remataba: “Yo lo que quiero es que alguien decida por mí”.

A juzgar por el resultado de la encuesta internacional The Decision Dilemma, realizada entre 14.000 personas de 17 países, y cuyos resultados se hicieron públicos el pasado abril, el anhelo de mi amiga es masivamente compartido. A nivel global, el porcentaje de personas que preferiría que un algoritmo eligiera por ellas es del 64%, y, si nos fijamos en los entornos empresariales, los ejecutivos que querrían que una inteligencia artificial (IA) tomara el control rondan el 70%. En España, por ejemplo, el 73% considera que el número de decisiones que toma se ha multiplicado por diez en los últimos tres años y manifiesta sentirse bombardeado por los datos, tanto en su vida profesional como en la personal; el 59% afirma que duda entre varias alternativas al menos una vez al día; y el 81% reconoce que esta situación lo somete a situaciones de estrés y ansiedad.

El hecho de que tengamos cada vez más datos disponibles para informar nuestras opciones no parece estar ayudándonos porque, o al menos eso manifiestan los encuestados, eso nos hace dudar más y agudiza el miedo a equivocarnos. Lo que podría, en parte, explicar la creciente ansiedad ante la toma de decisiones.

Pero de ese agotamiento a renunciar a nuestra capacidad de opción hay un gran paso. Porque poder elegir es, al fin y al cabo, la vida, o una parte muy esencial de la misma. ¿Cómo es posible que tanta gente quiera librarse de algo que nos es constitutivo?, y, por otra parte, ¿confiamos tanto en la tecnología? Dejar nuestra capacidad de decisión en manos de una máquina, ¿realmente queremos eso?

En su libro La tiranía de la elección, la filósofa Renata Salecl propone ciertas ideas que podrían explicar qué nos está pasando. Sostiene la autora que hemos sucumbido a la idea de que todas las decisiones deben tomarse con el mismo método que se usa en el terreno de las compras o los negocios, de una manera calculada, “racional”, sopesando pros y contras, etc., cuando, para dirimir acerca de asuntos de calado, lo razonable y normalmente más provechoso, defiende, es poner en juego otras capacidades, como las emocionales, o incluso dejar actuar al inconsciente. Aceptar que la forma “racional” de dirimir los asuntos de la vida es la única, nos abocaría a situaciones imposibles. Para ilustrarlo, Salecl recurre al caso de una mujer de treinta y tantos que conoció en una boda. Al parecer la mujer llevaba meses angustiada por la disyuntiva de congelar o no sus óvulos, pero había sido, explicaba, incapaz de decantarse, abrumada por otras pequeñas decisiones, como qué vestido llevar a la susodicha boda, ya que sentía que, con su edad y los datos de que disponía, no le quedaban muchas oportunidades de encontrar pareja.

Nuestro problema, como el de la chica de la boda, es múltiple. Por un lado, tenemos el sobrecrecimiento de las pequeñas disyuntivas, derivado de nuestro modo de vida, por otro, la reducción de nuestra capacidad de elegir a un mero cálculo. Estos dos factores juntos nos abocarían a estar cada vez más atrapados en la tela de araña, en un septiembre perpetuo.

Pero, además de todo esto, nos sucede otra cosa que Salecl solo apunta y que es, me temo, más determinante, la sospecha de que, mientras estamos en la tela de araña, cada vez más sumidos en ella, las decisiones de verdad importantes, como qué tipo de sociedad queremos, cómo administrar los recursos comunes, o qué debe regir nuestra existencia, están totalmente fuera de nuestro alcance. Normal que deseemos que la IA decida por nosotros. No es que confiemos tanto en ella, es que, íntimamente, sospechamos que nuestras decisiones han quedado reducidas a meras “opciones técnicas” que nos agotan, obligándonos a sopesar datos y datos para que nada realmente cambie. Dado el panorama, mejor que alguien decida por nosotros y nos libre de septiembre.

El problema es que esta tela de araña tan prodigiosamente tejida en la que nos encontramos, este ir cediendo por agotamiento, podría hacer que nuestro futuro se pareciese al universo distópico que Marta Sanz describe en Persianas metálicas bajan de golpe, su soberbia última novela: un mundo en el que las personas son controladas por unos dispositivos tecnológicos tramposos que parecen diseñados para ayudarlas cuando solo sirven a los intereses de un tiránico y omnímodo poder. Esperen, pero ¿no se parece esto ya mucho al presente?


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