Periodismo o superconductividad

La mayor parte de la gente que me interesa sigue en Twitter. Pero nos separan algoritmos automáticos de recomendación de contenido que prefieren sobreestimularme con burbujas, memes y campañas para mantener mi atención

Una persona fotografía el nuevo logo de Twitter, proyectado en la sede de San Francisco (California).CARLOS BARRIA (REUTERS)

Twitter es ese novio al que todavía quieres pero hace mucho que dejó de gustarte. Ya no te apetece hacer cosas juntos pero tampoco quieres hacerlas con Mastodon, Bluesky o Threads. De vez en cuando hace algo que te recuerda lo felices que erais y sueñas secretamente con algo que salve la relación. Esta habría sido una semana increíble con el viejo Twitter. Pero ...

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Twitter es ese novio al que todavía quieres pero hace mucho que dejó de gustarte. Ya no te apetece hacer cosas juntos pero tampoco quieres hacerlas con Mastodon, Bluesky o Threads. De vez en cuando hace algo que te recuerda lo felices que erais y sueñas secretamente con algo que salve la relación. Esta habría sido una semana increíble con el viejo Twitter. Pero ya no existe, sólo queda “X”.

Fue una semana de quedarse pegada a la pantalla refrescando, cotejando, compartiendo pistas y tirando migas al teclado, navegando este nuevo mundo ballardiano, vertiginoso y fascinante, emocionante y aterrador. Tuvimos oficiales del Ejército estadounidense jurando que hay naves alienígenas con “restos no humanos” en los almacenes del Pentágono, en directo desde el Congreso de EE UU. El lanzamiento oficial de un fraude planetario diseñado para la captura masiva de datos biométricos llamado Worldcoin. Estaban las noticias insólitas a las que nos hemos acostumbrado, como la imputación de Trump, los feroces incendios veraniegos o el bombardeo de los puertos ucranios que distribuyen su valioso cereal. Pero, sobre todo, la trepidante telenovela de los seis científicos coreanos y su improbable superconductor a temperatura y presión ambiental que van a cambiar el mundo tal y como lo conocemos.

La burbuja del LK-99, un compuesto de plomo, cobre, fósforo y oxígeno con habilidades presuntamente mágicas, fue levantada en un solo jueves con dos papers de conclusiones dudosas y el vídeo de una chapa intentando levitar. En seis horas había ya cientos de vídeos en TikTok, Instagram y YouTube explicando el fenómeno, anunciando una nueva era, barajando su impacto geopolítico y debatiendo las posibilidades de que EE UU respetara su propiedad intelectual. La expectación era máxima, parecía la final de Eurovisión. Pero los Nobel de física, instituciones científicas, trabajadores de la industria, abogados y especialistas de garaje se habían caído de mi timeline. La economía de contenidos no tiene tiempo para esperar a esa gente. Eran los fabulistas que llegaron con las criptomonedas, se quedaron para el apocalipsis y ahora venden aceleracionismo efectivo, la última tapadera de oportunistas como Sam Altman, Andreessen Horowitz y Elon Musk.

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El descubrimiento del siglo y ni el Times quiso mojarse. Su sección de ciencia mantuvo obstinadamente una noticia vieja sobre los físicoquímicos del Indian Institute of Science que anunciaron un superconductor a temperatura ambiente en agosto de 2018. Tuvieron que retractarse: era diamagnetismo pero no superconductividad. Hoy aún es pronto para saber si el experimento es replicable, pero la burbuja se ha roto. El ecosistema mediático de las plataformas digitales no espera a ciencia, ni entiende de ambigüedad.

La mayor parte de la gente que me interesa sigue en la plataforma. Pero nos separan algoritmos automáticos de recomendación de contenido que prefieren sobreestimularme con burbujas, memes y campañas para mantener mi atención. Es un Spotify que pone música que no te gusta, un Netflix que te ofrece a ver series que te dan igual. Una red social que llena tu pantalla de gente a la que desprecias. Un buen momento para publicar verdaderas noticias y demostrar que el periodismo profesional tiene un lugar en nuestras vidas. Recuperar el contacto con la realidad.

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