En el país de la cucaña
Desde la orilla pensaba que era fácil atrapar el banderín, pero al intentarlo he perdido el equilibrio. El candidato electoral cayó del palo insospechadamente el 23-J cuando rozaba con los dedos poder gobernar
El sol no ha bajado del todo pero ya se puede salir a la calle. Estar a finales de julio en Sevilla es una valentía y una toma de postura. La ciudad me escupe su aliento caliente, su peor cara, pero no puede esconderme sus encantos naturales. Y los veo andando hacia el río, cruzando el puente que divide en dos la urbe, entre Sevilla y Triana: en una orilla, el ocre de la Torre del Oro; en medio, el azul verdoso del Guadalquivir; en la otra orilla, el blanco de las casas de cal trianeras. Ocre, azul y blanco, el tricolor de la bandera oficiosa de Sevilla.
Hoy es fiesta en Triana...
El sol no ha bajado del todo pero ya se puede salir a la calle. Estar a finales de julio en Sevilla es una valentía y una toma de postura. La ciudad me escupe su aliento caliente, su peor cara, pero no puede esconderme sus encantos naturales. Y los veo andando hacia el río, cruzando el puente que divide en dos la urbe, entre Sevilla y Triana: en una orilla, el ocre de la Torre del Oro; en medio, el azul verdoso del Guadalquivir; en la otra orilla, el blanco de las casas de cal trianeras. Ocre, azul y blanco, el tricolor de la bandera oficiosa de Sevilla.
Hoy es fiesta en Triana y la Velá de Santa Ana ha alterado la quietud de este río tan manso que es el Guadalquivir. Hay en medio del agua una barcaza amable, torpona, de filos redondos. Sobre ella esperan impacientes, en bañador, decenas de jóvenes. El primero es ayudado por otro para trepar al palo horizontal que sobresale de la barcaza. Avanza hábilmente por él, de pie; no pierde de vista el banderín que hay al final del tronco, roza por una instante la punta, casi se mueve la tela, se hace el silencio, pero el palo está sospechosamente brillante: ha sido untado de grasa, el chaval cae al agua del río sin el trofeo y el público aplaude a este primer Sísifo de Triana, funambulista veraniego. El entretenimiento se llama “cucaña” y cada final de julio se puede disfrutar, como lo estoy haciendo ahora, desde la calle Betis y su barandilla que asoma al río.
Hay unas cincuenta personas sobre la barcaza: alguna muchacha, niños y jóvenes llenos de energía; hay también señores de algo más de 40, con sus tatuajes un poco oxidados. Alguno hace muy buen papel sobre la cucaña, pese a la barriga que le asoma.
Nuevos rivales toman su turno, ordenadamente, siempre con el mismo protocolo: caminar por el palo y avanzar hasta, pronto o tarde, caerse. Subidos de nuevo a la barcaza, lo intentan otra vez. Alguno desluce su derrota: trata de agarrarse a la madera cuando ya ha perdido el equilibrio, es inevitable la caída y el descalabro es más indigno. Alguno logra el banderín; una vez obtenido, nos parece lógico que fuera el ganador por su aspecto y sus hechuras al moverse. Vamos olvidando a los perdedores. El espectáculo de la cucaña ha terminado, este año el regalo era un jamón y se lo ha llevado un chico avispado. Volvemos a casa cruzando el puente tras haber echado la tarde.
Esto es una fiesta de alegría secular. El país de la Cucaña era en la Edad Media europea algo parecido a lo que hoy llamaríamos Jauja. Cucaña era un reino inventado para el hedonismo, el lugar donde no hacía falta trabajar, representado en cuadros y grabados con disparates pasmosos: montañas de queso, ríos donde manaba vino o leche y árboles de los que, en forma de frutos, brotaban lechones asados provistos de cuchillos para que cada cual se sirviera al paso. Cucaña era la consagración de la gratificación terrenal, la exaltación de los deseos que terminó dando nombre al juego físico y mañoso de la cucaña.
Esta cucaña fue una diversión napolitana, propagada a otros puertos (esto es muy mediterráneo: extender lo divertido) y desde España difundida a América y Filipinas, donde, como en Triana, hay decenas de fiestas de localidades que programan su particular cucaña. Las cucañas marineras suelen ser horizontales, paralelas al agua, y las de interior son palos en vertical, diversiones más recias sin el chapuzón luminoso de la conclusión.
Una de ellas, en Orgaz (Toledo), se consagra cada agosto al Cristo del Olvido. Está bien elegida la advocación: el olvido es un buen remedio para afrontar una caída de la cucaña. Me lo aplico. De secano y sin riesgo alguno, he caído de la cucaña más de una vez, cuando pensaba desde la orilla de los planes que era fácil atrapar el banderín, pero al intentarlo he perdido el equilibrio y me he dado cuenta de que la vida es un palo engrasado en aceite, y que a veces ni siquiera hay un río indulgente abajo que amortigüe la caída. Con las mismas, como todos, lo he olvidado y he vuelto a subir a la barca para retar a la cucaña.
Supongo que el candidato electoral que cayó del palo insospechadamente en las últimas elecciones generales, cuando rozaba con los dedos el banderín presidencial, encomendará al Cristo del Olvido su episodio aciago. Pero todos somos sísifos que a veces tornan en Hércules. Quien se lleve el ansiado banderín de la presidencia creerá haber entrado en el país de la Cucaña. No hay tal benevolencia. Las montañas nunca serán de queso, no hay ríos de facilidades al otro lado, no brotarán lechones de los árboles pero quizás sí cuelguen de ellos cuchillos bien afilados.