La sobreactuación
Quizá los resultados de las elecciones nos ayuden a recuperar la gama de grises, al entender que el problema no es un Gobierno Frankenstein, sino vivir en ‘Españenstein’
La sobreactuación tiene mejor prensa que la sutileza, por eso se convierte en mandato. Hay que exagerar o no se te verá. Quizá los resultados de las elecciones del domingo nos ayuden a recuperar la gama de grises, al entender que el problema no es un Gobierno Frankenstein, sino vivir en Españenstein, un país hecho de retazos distintos. La primera demanda de la sobreactuación es la incompatibilidad con el otro. La exagerada tendencia a considerar la convivencia un valor blandengue. Pues n...
La sobreactuación tiene mejor prensa que la sutileza, por eso se convierte en mandato. Hay que exagerar o no se te verá. Quizá los resultados de las elecciones del domingo nos ayuden a recuperar la gama de grises, al entender que el problema no es un Gobierno Frankenstein, sino vivir en Españenstein, un país hecho de retazos distintos. La primera demanda de la sobreactuación es la incompatibilidad con el otro. La exagerada tendencia a considerar la convivencia un valor blandengue. Pues no es así. Uno de los casos más solemnes de esta sobreactuación histérica se ha visto en torno a la aprobación de la ley trans. Lo que es un avance burocrático para aumentar la libertad de las personas anteriormente condenadas a la marginación o la sordidez, despertó un enorme recelo en los que se definen como “normales”. Hace poco escuché un interesante podcast de la periodista Ana Solanes en el que se cuenta la travesía de un menor trans, jalonada de incomprensiones y miedos, y que terminó también por cambiar a los propios padres, que pasaron a pensar con ideas propias tras no servirles las impuestas. Ese tránsito intelectual suele producirse cuando uno se adentra en la experiencia humana. Las contradicciones, los accidentes, las particularidades que observas a tu alrededor pueden contribuir a abrirte un poco las líneas de demarcación de tu terreno de juego.
En esa histeria autoimpuesta hubo dos noticias que parecían una bendición del cielo para los sobreactuantes. Una venía del Reino Unido. Un agresor sexual se había declarado trans y tras ser condenado debía ingresar en una prisión para mujeres. Se extendió la idea de que los violadores varones acabarían en las celdas conviviendo con sus posibles víctimas femeninas. Nadie reparó en que ya con anterioridad algunos hombres acabaron en cárceles de mujeres. Por poner dos ejemplos patrios, Iñaki Urdangarin y Luis Roldán que, por razones de seguridad, fueron derivados a ellas. Obviamente, una organización racional de los penales se encargó de poner los límites. También se ignoraba que en toda cárcel se producen violaciones, cosa que no ha parecido nunca importar un carajo a los que ahora tanto les aterraba que sucediera una. Y para evitar esas acciones criminales, las prisiones se manejan con estrategias de seguridad adecuadas. Quizá lo que nos vendría bien a todos es visitar de tanto en tanto alguna cárcel para entender lo que allí sucede y cómo se gestiona.
La otra noticia llegó de Torrelodones. Un aspirante a policía en plena prueba física se había declarado trans para poder arrojar un balón medicinal de menor peso. De nuevo el escándalo y la monserga del vamos a la hecatombe. Como era de esperar, los comités de control de la oposición descalificaron al aspirante por incumplimiento de los procesos legales. Cuando saltó la noticia, jetas y aprovechados, que los hay hasta en las mejores ventanillas de oportunidad, convinieron en exagerar un absurdo grotesco a la categoría de escándalo civil. Y así iremos avanzando poco a poco. La sociedad se transforma con la misma cadencia con la que se desgastan los dientes de una sierra. Al principio amenazan mucho los colmillos de la línea de corte, pero con el uso, se alcanza la maravillosa paz de la falta de relieve. Librémonos de la sobreactuación y de nadie más.