Votar contra el odio

No será fácil. Una izquierda cada vez más moderada puede ganar las elecciones, en el tiempo de descuento y por un solo voto, a una derecha cada vez más radical

RAQUEL MARÍN

En sus Poesías del desamor (1934), Cesare Pavese incluyó un poema titulado El vino triste, en el que un hombre mal bebido vuelve solo a casa pensando en el trabajo que perdió y en las mujeres que abrazó en otro tiempo: “en sus venas calientes ardía la vida” y ahora “parece un ciego que ha perdido el camino”. Yo iré a votar así el 23-J: como si fuera al dentista a extraerme una muela, como si fuese a pagar una multa, como un viudo borracho que vuelve al hogar ahora vacío. Algunos locos defenderán el voto entusiasta, el convencido, el interesado, el cabreado; algunos más locos, la ...

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En sus Poesías del desamor (1934), Cesare Pavese incluyó un poema titulado El vino triste, en el que un hombre mal bebido vuelve solo a casa pensando en el trabajo que perdió y en las mujeres que abrazó en otro tiempo: “en sus venas calientes ardía la vida” y ahora “parece un ciego que ha perdido el camino”. Yo iré a votar así el 23-J: como si fuera al dentista a extraerme una muela, como si fuese a pagar una multa, como un viudo borracho que vuelve al hogar ahora vacío. Algunos locos defenderán el voto entusiasta, el convencido, el interesado, el cabreado; algunos más locos, la abstención. Pero alguien tiene que defender el voto triste y ese soy yo.

Creo que en este grupo no estoy solo. Pase lo que pase en las próximas elecciones, no se puede ignorar que vivimos en un mundo peor; muchos e insidiosos retrocesos se han apoderado ya de nuestras vidas. Tras el mejor Gobierno de los últimos 40 años, vino el batacazo del 28-M, como para desmentir brutalmente la verdad e imponer, en cambio, la realidad: la realidad de un país en el que la izquierda que activó hace casi una década la ilusión de millones de ciudadanos es hoy visceralmente odiada por la mitad de España; en el que el feminismo ha pasado de ser el único humanismo hegemónico compartido, en la derecha y en la izquierda, a verse primero cuestionado y enseguida odiado por miles de hombres y mujeres; en el que los derechos civiles y los derechos humanos, indiscutibles hace poco en las tribunas públicas, son asimismo odiados por jóvenes airados, madres abnegadas y buenos padres de familia; y en el que sigue pendiente de solución nuestro problema territorial, el verdaderamente decisivo, y ello de tal manera que mucha gente no solo se olvida de que España no puede gobernarse democráticamente sin el PNV, ERC o Bildu (Bildu, sí) sino que está dispuesta a renunciar a la democracia por puro odio a los demócratas vascos o catalanes. La pusilanimidad del PSOE, incapaz siquiera de derogar la ley mordaza, y el numantismo suicida de Podemos, con su feminismo victimista y vociferante, han dado facilidades a esta deriva de la derecha radical y sus medios de comunicación.

Así que la próxima batalla electoral no enfrenta a distintos proyectos políticos y distintos programas; no enfrenta ni siquiera a dos bloques ideológicos. Es una disputa feroz entre el odio y la tristeza. Yo defiendo, claro, la tristeza. La tristeza, de hecho, me moviliza tanto como a la derecha el odio. Seré, pues, el predicador del voto triste puerta por puerta y familia por familia, en las cocinas y en los salones; seré el heraldo del voto triste en los bares, en la carnicería, en los periódicos, en las consultas médicas. Mi opción triste, lo confieso, es Sumar. Si alguien puede votar alegremente que lo haga; si alguien solo puede votar tristemente y no quiere votar a Sumar, existen otras opciones tristes, según coloración política y territorio. Recordemos que en estos momentos la tristeza es mucho más plural que el odio y que su heterogeneidad sigue dibujando el mapa de esa España que ha amagado a menudo con alborozo y no ha llegado nunca del todo, que resiste con coraje pero no acaba de fraguar, que a veces gobierna pero no sabe durar; esa España que necesita felizmente gobernar en coalición y que depende además de los nacionalismos centrífugos, cuyas demandas más sensatas habrá que escuchar algún día. ¿Qué hacer? Que cada uno vote a su candidato triste; que cada uno haga campaña hasta el final por su tristeza más afín. Lo que no podemos permitirnos de ninguna manera es que gobierne el odio.

Nunca habré votado más tristemente de como votaré el próximo 23-J; pero nunca habré celebrado con más alegría una victoria alegre de como celebraré, si se produjera, si se produce finalmente, la victoria de la tristeza.

Ahora bien, si vence —si venciera— la tristeza al odio, aún no se habría conseguido nada. Apenas un paraguas frente a un tsunami; apenas una moratoria. Después comenzará el verdadero desafío. En un contexto de retrocesos globales en el que la propia UE, el único regazo que nos protege de nuestra historia, ha empezado a hacer aguas, habrá que dar razones a los tristes para volverse alegres, a los que odian para volverse buenos (que es lo que realmente quieren) y a los abstencionistas más subalternos e invisibles para creer que las leyes y las instituciones forman parte de su vida. No se trata solo de evitar un Gobierno PP-Vox. Eso no es imposible. Se trata de construir —es decir— un Gobierno mejor que el mejor Gobierno de los últimos 40 años.

No será fácil. Una izquierda cada vez más moderada puede ganar las elecciones, en el tiempo de descuento y por un solo voto, a una derecha cada vez más radical. Pero eso solo evidencia los cambios ya sufridos. El filósofo estadounidense Michael Sandel publicó hace 25 años su libro más famoso, El descontento democrático, e insiste hoy en atribuir la responsabilidad de la irrupción de Donald Trump en EE UU a los gobiernos liberales que no se ocuparon del malestar social de la gente común. El de Pedro Sánchez lo ha hecho a medias. ¿Habrá que ir más lejos? Sin duda. Pero la lucha contra el neoliberalismo tiene dos caras: una económica y otra antropológica, y la antropológica es la más correosa. En una España de idealismo negro en la que una parte de la población vive un insulto a la bandera como más material que una beca y un chiste sobre Carrero Blanco más insultante que un salario de mierda, la batalla material es sin duda también cultural. La cultura de Vox-PP son los toros y los viriles pechos abombados, la de la izquierda los derechos civiles y el Estatuto de los Trabajadores. Esa batalla hay que darla sin concesiones y sin aspavientos. Parafraseando a Henry Thoreau, podemos decir que si una sola persona se opone a la esclavitud esa sola persona constituye la mayoría; que si una sola persona se opone a la tortura o al franquismo esa persona constituye la mayoría; que si una sola persona defiende la justicia social, el matrimonio igualitario, la división de poderes, el habeas corpus, el feminismo, esa sola persona constituye la mayoría. Mayoría no es Número sino Derecho. Es lo que llamamos Constitución, ese momento en el que la mayoría numérica decide que ninguna mayoría numérica podrá ya decidir en el futuro sobre los derechos civiles y los derechos humanos. La nuestra, la española del 78, es muy mejorable y debió ser reformada varias veces en favor de una España económica, social y territorialmente más democrática. No es eso, en todo caso, lo que está en juego el domingo. El domingo hay que defender la Constitución contra los “constitucionalistas” que quieren derogarla. El domingo está en juego la “mayoría de uno” de Thoreau.

Conquistas fundamentales estarán en peligro si no se renueva el Gobierno de coalición. Un voto de odio, es verdad, puede destruir o debilitar la democracia. Ahora bien, a veces olvidamos que la democracia se confirma pero no se salva en las urnas. No es un trabajo solo del gobierno ni de un solo día. El voto triste, sí, el vino triste jamás. El voto es solamente —no lo olvidemos— la calderilla de la democracia, de la que hoy depende todo lo demás. Pero la democracia no cabe en una hucha; cabe mejor en una jarra, en un barrio, en una escuela, en una plaza, en una vida digna. Pediré sin parar, pues, un voto triste y con él una democracia alegre —y completa—.

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