Lo que el debate no nos ha aclarado
La paradoja que ha mostrado la discusión del lunes es que Sánchez y Feijóo no representan posturas políticas tan dispares dentro de la creciente diversidad de nuestro panorama político
Si el cara a cara entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo tuviera una verdadera influencia en la evolución de la campaña electoral, esta solo podría operar en las dos orientaciones —opuestas pero no necesariamente incompatibles— promovidas por sus protagonistas. Sánchez intentó combatir la resignación del electorado progresista: si todos los que le prefieren como presidente acuden a votar, seguirá siendo presidente. Feijóo ha tratado de ...
Si el cara a cara entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo tuviera una verdadera influencia en la evolución de la campaña electoral, esta solo podría operar en las dos orientaciones —opuestas pero no necesariamente incompatibles— promovidas por sus protagonistas. Sánchez intentó combatir la resignación del electorado progresista: si todos los que le prefieren como presidente acuden a votar, seguirá siendo presidente. Feijóo ha tratado de que no se desinflen las expectativas conservadoras: si todos los que quieren acabar con el Gobierno de izquierda concentran su voto en el PP, habrá alternancia. Solo constatando la evolución de las encuestas en los próximos días dilucidaremos quién ha ganado realmente.
También sabemos lo que no cambiará el debate: ni aumentará flujos de votantes entre izquierda y derecha, ni desmovilizará votantes a un lado y a otro. En ese sentido, estos debates son más significativos por las dinámicas de fondo que reflejan que por las consecuencias que difícilmente producen. ¿Y qué hemos visto latir bajo las intervenciones de los candidatos?
En primer lugar, un debate desigual: un proyecto contra una expectativa. No es de extrañar que el presidente haya sido más rotundo en la defensa de su proyecto de Gobierno, porque lo tiene: Sánchez ha acabado aceptando abiertamente que, en el nuevo contexto, la mayoría electoral que él podría representar debe tener necesariamente forma de coalición entre izquierdas y periferias, aunque no todos dentro del Ejecutivo. El problema para el candidato es que este debate no disuadirá precisamente a quienes plantearán con su voto una enmienda a la totalidad de ese proyecto.
Frente a él, Feijóo ha insistido en la indefinición de una expectativa tan deseable para muchos de sus partidarios como poco verosímil para todos los demás: un Gobierno en minoría y en solitario. Sin embargo, el electorado ya da por descontado que no dudará en cerrar un pacto con Vox si ambos suman mayoría. En ese sentido, sabemos qué le está ofreciendo Sánchez a España, pero no tanto qué nos traerá Feijóo.
En segundo lugar, un debate un tanto desajustado. La importancia otorgada en el tiempo dedicado a los temas económicos, laborales o en materia internacional tienen poco que ver, en realidad, con los efectos sobre el electorado que las encuestas nos están sugiriendo. No parece que los beneficios socioeconómicos generados por el balance del ejecutivo para las clases asalariadas estén asegurando la lealtad electoral suficiente que Sánchez necesita para mantener el gobierno. Ni que los buenos datos macroeconómicos o el reforzamiento del papel de España en la escena internacional, en contraste con los años anteriores, desalienten la animosidad de los votantes anti-Sánchez.
En tercer lugar, ha sido un debate de incomodidades y contradicciones. La incomodidad del presidente a la hora de reivindicar la aportación positiva de sus socios de gobierno y parlamentarios a la estabilidad política de esta legislatura (una estabilidad mayor que la que nos ha querido transmitir la opinión propagandística). Las contradicciones de Feijóo, al no saber explicarnos, por qué el PP ha rechazado acuerdos e iniciativas del Gobierno durante esta legislatura que ahora el candidato acepta y que probablemente mantendrá sí alcanzase la presidencia: la reforma laboral, la eutanasia (que no derogará), el diálogo con el Govern de la Generalitat, entre otros. La actitud del PP estos años de oposición no coincide con la que promete mantener su líder si llega al Gobierno.
Pero sobre todo ha sido un debate trascendente por lo que los candidatos no nos han dicho. No se han atrevido a decirnos lo que no son. Probablemente, es la primera vez que PSOE y PP contraponen a los dos candidatos menos representativos de la élite política estatal —sería acertado decir más capitalina que madrileña— forjada en estos años de democracia. Y esto a pesar de ser dos políticos profesionales que han dedicado casi toda su vida a la acción pública (algo que también podríamos decir del resto de candidatos). Y esto ha tenido y seguirá teniendo implicaciones para aquel que encabeza el próximo gobierno.
Siendo madrileño y un producto apparatchik del PSOE, el éxito de Sánchez le llegó precisamente tras oponerse, primero, a la élite dominante de su partido en ese momento, y después, a buena parte del establishment estatal, al replantear numerosos lugares comunes de nuestro statu quo político. Queda por hacer un balance de lo que han significado hasta ahora estos cinco años de poder, ejercidos pragmáticamente, y a veces, por ello, con importantes disrupciones. Desde luego, sus adversarios no habrían podido construir una caricatura temible del presidente si este no hubiese aceptado revertir el rumbo que Rajoy dio (o más bien dejó tomar) en la cuestión catalana. O si hubiese preferido inhibirse en algunas cuestiones morales que llevaban tiempo gestándose en la sociedad española (aunque luego descubriera el nivel de polémica y disenso que producirían). A diferencia de Rajoy, Sánchez será responsable ante la historia más por lo que hizo que por lo que dejó de hacer.
Feijóo no es distinto. Se presentó al debate como el verdadero primer barón autonómico que aspira a gobernar en la Moncloa (a la vista estuvo que los dos años de presidencia de Aznar en Castilla y León, en un momento demasiado inicial, no resultaron suficientes para imprimirle una mirada diferente sobre la realidad nacional española). Por ello, lleva acumuladas insinuaciones y desdenes en su campo intelectual amigo sobre su condición provinciana, por parte de quienes desconfían poner la dirección política del Estado en manos de quien lo haya aprendido a manejar desde la periferia.
Eso tampoco nos lo aclaró Feijóo en el debate: ¿cómo aplicaría su manual de presidente aprendido en Galicia si tuviera que hacerlo de la mano de Vox, que abomina precisamente de todo lo que ha representado el gobernante gallego? Quienes han sabido detectar inconsistencias en la actual coalición progresista, tarea nada meritoria por otro lado, callan de momento sobre las contradicciones aún más flagrantes que debería soportar quien alcance la presidencia del Gobierno en las circunstancias que le presagian las encuestas más favorables.
Todo ello nos deja al descubierto la mayor paradoja esgrimida por este debate. Sánchez y Feijóo no representan posturas políticas tan dispares dentro de la creciente diversidad de nuestro panorama político. La clave es cómo hacerlas realidad. No debe extrañarnos que Felipe González se sienta cercano del político Feijóo, porque ambos gobernaron de forma similar desde la fuerza de sus mayorías absolutas fabricadas por la ley electoral. Pero debemos preguntarnos cómo lo haría Feijóo —o el propio González— sin esa fuerza parlamentaria en un contexto de mayor polarización socioeconómica, con menor institucionalidad mediática (el propio debate fue un buen ejemplo), con partidos más endebles, y donde la extrema derecha parece haberle arrebatado la retórica de la incorrección política a la extrema izquierda. Ese seguirá siendo el contexto de la próxima legislatura, reafirmado por el tono del propio debate.
Ante esas condiciones, similares a las que estamos viendo en todas las democracias de nuestro entorno, algunos parecen olvidar que el escaso margen para acuerdos transversales entre partidos moderados (por no mencionar la ingenua falacia de dejar gobernar al que “gane las elecciones”) no son el resultado caprichoso de políticos egoístas, sino más bien los parámetros restrictivos a los que se ven abocados esos mismos políticos cuando intentan gobernar desde una óptica centrípeta en parlamentos cuyo espejo refleja mejor la diversidad de intereses sociales y políticos del país. En ese contexto, lo meritorio es gobernar de forma suficientemente representativa sin hacer crecer los extremos. Cómo hacerlo es lo que, en el fondo, trataron de contraponer los protagonistas de un discreto debate electoral.