Tribuna

Vuestra oportunidad perdida

No he dejado de creer y de anhelar otra España posible: los intentos pueden sucederse y producir resacas, pero la esperanza, que es un esfuerzo, tiene la capacidad de hacernos creer que son inagotables

Varias jóvenes se manifiestan en Barcelona el Día del Trabajo, el 1 de mayo.Kai Försterling (EFE)

A vosotros os dijeron que habría esperanza y seríais alguien. Venía bien acuñar el paraguas de la juventud sin futuro: sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo; tenía sentido, porque alguien os prometió que habría pensiones, trabajos y hogares. La decepción vino cuando esas expectativas, como todo lo sólido, se desvanecieron. El colapso sistémico de 2008 arrancó de cuajo miles de futuros: la clase media que avistaba su precarización ya no tendría recompensa para tanto máster y posgrado, adiós Erasmus, bienvenida la crueldad. Os dijeron que habíais vivido por encima de vuestras posibilidades...

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A vosotros os dijeron que habría esperanza y seríais alguien. Venía bien acuñar el paraguas de la juventud sin futuro: sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo; tenía sentido, porque alguien os prometió que habría pensiones, trabajos y hogares. La decepción vino cuando esas expectativas, como todo lo sólido, se desvanecieron. El colapso sistémico de 2008 arrancó de cuajo miles de futuros: la clase media que avistaba su precarización ya no tendría recompensa para tanto máster y posgrado, adiós Erasmus, bienvenida la crueldad. Os dijeron que habíais vivido por encima de vuestras posibilidades; mi quinta, en cambio, la que en 2008 tenía siete u ocho años y hoy poco a poco alcanza los 23, ni siquiera había empezado a vivir y apenas llegó a generar recuerdos que no estuvieran marcados por la crisis.

En 2013, cuando yo empecé el ciclo de Educación Secundaria Obligatoria, la tasa de paro alcanzaba casi un 27%. Fue un pico estremecedor. Nuestros profesores, pues, no tenían motivos para el optimismo y nos decían sin pudor que en nuestro futuro no habría ninguna certeza, o alguno hablaba de los recortes mientras nuestras pequeñas cabezas se tornaban incapaces de esbozar carreras laborales plenas: en todos nosotros fueron plantadas las semillas de mínimos y conformes aspirantes a funcionarios, porque la carrera funcionarial parecía el clavo ardiendo al cual agarrarse en un panorama de miseria desbocada. Y ni siquiera. El futuro era duro, lo sabíamos; el paro era una certeza, lo asumimos; precisamente por ello lo cruzamos sin horizonte. Nadie nos lo había prometido. Aprendimos a vivir en el naufragio. Quizás así generamos menos frustraciones, ambiciones más dóciles, sueños accesibles y asequibles. Nuestro mundo conocido fue el particularísimo mundo de la crisis; tampoco había otro, así que esa referencia solitaria se volvía casi, por ser la única, el mejor de los mundos posibles (ya que la mayoría tampoco podía ni imaginarse la migración en busca de algo mejor).

Fue con la irrupción de Podemos cuando algunos comenzamos a observar la política. No me excederé insinuando que nos soliviantó: por ser comedida, diría que nos hizo mirar. Veíamos, los pocos y raros que lo veíamos, intervenciones televisivas y tertulias que por primera vez apelaban a algo que nos tocaba, a la transformación radical de la época despiadada que nos había tocado enfrentar. Luego vimos, porque participar no podíamos, mítines, campañas y votos; vimos auges y derrotas, vimos anhelos, y todo una y otra vez hasta que paramos poco a poco de reconocernos. Reconocer un presente injusto y desear cambiarlo a toda costa era un afecto que podíamos habitar, pero nuestra presencia era parcialmente imposible: aquello nos pillaba jóvenes, demasiado jóvenes. Cuando crecimos ya era demasiado tarde: la fantasía conjurada en 2015 estaba rota, sustituida por otro ciclo más débil. Y nosotros, por poder tan poco, solo habíamos podido mirar.

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La trituradora de carne en la que se convirtió el espacio del cambio no tuvo efectos exclusivos para dentro: lo peor ha sido darnos cuenta de cómo salpica. Y no he parado de preguntarme si nosotros heredaremos vuestros traumas, disputas y rencillas; si no hay otra forma de constituir —y construirnos— que vaya más allá de vuestros errores. Lo que encontramos hoy es tierra quemada y una colección de ilusiones malgastadas. Vuestra oportunidad perdida es nuestra ausencia de oportunidades. Nadie podrá afirmar que nosotros lo hubiéramos hecho mejor en vuestro lugar, pero al menos vosotros tuvisteis la oportunidad de intentarlo. La energía con la que se alzó un país tardará tiempo en volver, los destellos no brillarán igual, y de golpe somos todos más viejos y más grises de lo que lo erais entonces, cuando aún no llegabais a los 30. En mi caso hay agravio y una cierta forma de rabia. Pero en el de muchos, y es peor aún, y es más cruel, solo hay tedio y el cansancio de aquellos a quienes ni la opción misma de actuar les ha sido otorgada.

No he dejado de creer y de anhelar otra España posible: los intentos pueden sucederse y producir resacas, pero la esperanza, que es un esfuerzo, tiene la capacidad de hacernos creer que son inagotables. Pero no conozco las teclas justas para convencer a quienes habrían podido ilusionarse y llegaron tarde, a la mayoría de los de mi generación, de que la ilusión en sí misma merece la pena, de que también ellos tendrán la oportunidad de escribir la historia, de que responsabilizarse de su país es para la juventud, sin cesar, una tarea ineludible, por más que la experiencia reciente les diga que su país es irreformable, que su país es cruel, que la España a la vista hiela. No sé las teclas justas para que nos reconozcamos entre nosotros. Sé cuánto les cansan los encantadores de serpientes. Pero ojalá otra oportunidad, otro anhelo, otro intento para poder equivocarnos y errar imperfectos; qué pena no habernos equivocado nosotros.

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