Tribuna

Nadadores

Desde que nado en esta pileta nueva que encontré cerca de la casa donde ahora vivo, asocio el nado a la expectación frente a una historia que me atrapa y no puedo más que respirar y dejarme llevar

"A veces imagino que soy como el nadador de Cheever, que las aguas donde nadé funcionan como puntos imprescindibles de mi propia geografía".Michele Tagliaferri

Un recuerdo: mi padre y yo, los dos, en el mar argentino. El agua a la altura de mis rodillas, mi padre en ese entonces más alto que yo. Dice que me va a enseñar a enfrentar las olas. Dice que a las olas se las enfrenta de dos maneras: si son bajas o medianas, hay que pararse de costado, mirarlas de reojo y saltar cuando se acercan, dejar que el cuerpo suba con el impulso del agua y luego bajar hasta que los pies toquen la arena; si son altas hay que arrojarse como un delfín y hacer trampa: atravesarlas por abajo, con los ojos bien cerrados, y una vez que la fuerza de la ola disminuya, salir a...

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Un recuerdo: mi padre y yo, los dos, en el mar argentino. El agua a la altura de mis rodillas, mi padre en ese entonces más alto que yo. Dice que me va a enseñar a enfrentar las olas. Dice que a las olas se las enfrenta de dos maneras: si son bajas o medianas, hay que pararse de costado, mirarlas de reojo y saltar cuando se acercan, dejar que el cuerpo suba con el impulso del agua y luego bajar hasta que los pies toquen la arena; si son altas hay que arrojarse como un delfín y hacer trampa: atravesarlas por abajo, con los ojos bien cerrados, y una vez que la fuerza de la ola disminuya, salir a la superficie, como si nunca hubiera existido.

El nadador es un cuento de John Cheever que narra la historia de Neddy Merrill, un hombre que una tarde de verano cualquiera, mientras toma algo en la pileta de uno de sus amigos, decide que irá a su casa nadando. Así como digo: imagina la línea de piletas que atraviesan el barrio y se le ocurre hacer el trayecto de 12 kilómetros nadando, sumergiéndose en las aguas de sus vecinos, creando su propio río que llamará Lucinda, en honor a su esposa, hasta llegar a su casa.

A veces imagino que soy como el nadador de Cheever, que las aguas donde nadé funcionan como puntos imprescindibles de mi propia geografía, una corriente subterránea que delinea como un río el recorrido de los últimos años: fui y vine, me mudé no sé cuántas veces, pero siempre seguí en el agua: fue el único ejercicio que pude sostener a lo largo de mi vida.

Otro escritor norteamericano, Peter Rock, habla en su novela Los nadadores nocturnos sobre su pasión por nadar de noche en aguas abiertas. Dice que “es como salir a caminar sin el peso, sin la presión de mantener una conversación, de tener que sacar afuera lo que está adentro”; “no podés hablar, no podés dejar de moverte”.

Hace algunos meses, desde que nado en esta pileta nueva que encontré cerca de la casa donde ahora vivo, asocio el nado a la expectación, pero más precisamente a la expectación que sucede cuando estoy frente a una historia, frente a un libro, que me atrapa y me envuelve y no puedo hacer más que respirar y dejarme llevar.

Dejo el bolso en el casillero y visto la malla y el gorro y las antiparras y me zambullo en el agua y todo lo que sucede a partir de ese momento es puro presente, como dice Rock: si no coordino los movimientos, si no respiro cada tantos segundos, me hundo y no quiero hundirme.

Estoy en un escenario cuyos personajes cambian cada día, excepto uno o dos, los principales, que son los guardavidas; una guardavidas que mira de reojo, con una mueca de risa, a su compañero que está dando clase de aquagym; un adolescente que nada con la nariz rozando el suelo y aguanta la respiración hasta el otro extremo de la pileta; una mujer que nada en mi carril y no tiene brazos, tiene aspas, y golpea mi cuerpo y yo me enojo, pero sigo, quiero seguir; esa chica que nada mariposa y crea olas y embravece el agua mansa; ese niño que se aferra a los bordes con el pecho agitado de miedo; ese hombre que nada rápido, va y viene como una trompada, ¡qué bien que nada!, y entonces miro bien y descubro que no tiene piernas, tiene muñones, y toda la fuerza se concentra en su espalda; y entonces un señor de bigote se acerca y me pregunta: nena, ¿no estás cansada? Le digo que no, que recién empiezo, pero lo cierto es que perdí la noción del tiempo y veo al guardavidas que terminó la clase y se acerca a su compañera y le habla en la oreja y ella que con su mano le roza la pierna y sonríe y pienso que cualquiera podría ahogarse mirándolos y ellos ni se enteran y que un poco eso es el amor; y sigo observando y nado y nado mientras expulso burbujas que se expanden debajo del agua y chupo el sabor a cloro y veo la mugre enraizada en las cerámicas y rumio en mi cabeza y a veces escribo, grabo algunas imágenes en mi cabeza y las recuerdo, como ahora, porque son las imágenes que recuerdo las que pueden ser de verdad una promesa.

Salgo del agua y voy para mi casa y antes de abrir la puerta pienso en mi padre y recuerdo a Juan Forn y su cuento Nadar de noche, ese donde un padre muerto golpea la puerta de su hijo, en el medio de la noche, y los dos conversan junto a una pileta. ¿Y cómo es?, pregunta el hijo, y el padre responde: como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse.

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