San Llongueras
Mientras muchos se fijaban en su pelo y en su pluma, que exhibía orgulloso y libérrimo, él liberaba de rulos a las españolas y les ayudaba a creérselo y a romper techos de cristal con sus crestas
El día que cobré mi primer sueldo se me cayó el pelo, sin metáforas que valgan. Vamos, que casi me quedo calva. Solo entonces, con dinero propio en el bolsillo, criada en una familia tan humilde y austera que todo lo que no fuera comida y libros se consideraban dispendios, me atreví a pedir cita en una peluquería pija y decir que me hicieran unos richi, el último grito capilar de la época. Una permanente de rizo fino, finísimo, rabioso, que les quedaba ideal a las modelos de las revistas, y por la que una llevaba meses piando. Ya durante el proceso, aún narcotizada por los vapores del m...
El día que cobré mi primer sueldo se me cayó el pelo, sin metáforas que valgan. Vamos, que casi me quedo calva. Solo entonces, con dinero propio en el bolsillo, criada en una familia tan humilde y austera que todo lo que no fuera comida y libros se consideraban dispendios, me atreví a pedir cita en una peluquería pija y decir que me hicieran unos richi, el último grito capilar de la época. Una permanente de rizo fino, finísimo, rabioso, que les quedaba ideal a las modelos de las revistas, y por la que una llevaba meses piando. Ya durante el proceso, aún narcotizada por los vapores del mejunje, veía que aquello no era lo esperado, pero, sumisa, no abrí el pico, aguardé a que acabaran y me enseñaran el horror desde todos los ángulos en un espejo de mano, dije que me encantaba, pagué el pastizal que me pidieron, salí dignísima por la puerta y me metí en el bar más cercano a llorar y a pedir hora esa misma tarde en otra pelu para hacerme un alisado químico y volver a mi pelo liso tabla. Por la noche, cuando llegué a casa exhausta y desplumada, mi padre, compasivo, solo hizo un comentario: “Para parecer un mocho, podías haber ido a Llongueras y, al menos, pagar a gusto”. Ojalá me lo hubiera dicho antes.
Para las que queríamos y no podíamos pagarla, una peluquería Llongueras era entonces como Lourdes o Fátima. Un santuario donde se obraban milagros. Y su creador, Lluís Llongueras, el sumo sacerdote de ese culto. Fallecido anteayer a los 87 años, Llongueras fue el primer peluquero estrella antes de que existiera siquiera el término. Un artista que liberó de rulos a las españolas y les esculpió el cabello al cráneo igual que una modista la tela al cuerpo. Mientras muchos, como mi padre, se fijaban solo en su pelo y su pluma, que exhibía orgulloso y libérrimo, él creaba escuela, montaba un imperio y ayudaba a las mujeres a creérselo y romper techos de cristal con sus crestas. Ahora que las presentadoras de la tele exigen llevarse a sus peluqueras de cadena en cadena, empezando por la colega Letizia Ortiz Rocasolano, de Televisión Española a La Zarzuela, todas deberían ponerle un altar a San Llongueras en sus salones. La mayoría tiene la mitad de talento y el doble de ínfulas sin llegarle ni a las puntas que les pides que te corten para que luego te dejen exactamente igual que la anterior clienta y que la próxima.