Soy racista

No hace falta llamar mono a un futbolista negro en un estadio, ni panchitos a los latinoamericanos en un chiste, ni moros a los marroquíes en una cena, ni ladrones a los gitanos en un grupo para reconocerlo

Una mujer y su cuidadora conversan en un banco.Carlos Barquero (Getty)

Cuando mi madre, viuda reciente, ingresó en el hospital por una complicación de su cáncer y se hizo evidente que, al alta, necesitaría ayuda y compañía constante en casa, sus hijos le planteamos, muertos de miedo, la posibilidad de contratar a alguien al efecto. Miedo cerval a que aquello fuera el principio del fin y miedo cierto a que se negara a ser asistida por terceros, como tantas veces en su vida. Pero no. Tan mal debía de verse, aunque de su boca no saliera un quejido, que aquella fuerza de la naturale...

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Cuando mi madre, viuda reciente, ingresó en el hospital por una complicación de su cáncer y se hizo evidente que, al alta, necesitaría ayuda y compañía constante en casa, sus hijos le planteamos, muertos de miedo, la posibilidad de contratar a alguien al efecto. Miedo cerval a que aquello fuera el principio del fin y miedo cierto a que se negara a ser asistida por terceros, como tantas veces en su vida. Pero no. Tan mal debía de verse, aunque de su boca no saliera un quejido, que aquella fuerza de la naturaleza que se había pasado la vida cuidando de propios y ajenos, no dijo que no de primeras y se avino a escucharnos. Le sugerimos entonces a una señora de la que ella misma hablaba maravillas. Una mujer atenta, cariñosa y muy, muy limpia, llamémosla Amorosa, porque lo era, que había asistido a un vecino recién fallecido y con la que hacía buenísimas migas. Al oír su nombre, mi madre torció el morro y se negó a seguir hablando del asunto. Fue luego, de noche, a solas conmigo, cuando dijo lo que quería decir y no se atrevía: “Amorosa, no, que es negra y, Dios me perdone, pero no quiero que una negra me limpie el culo”. Me quedé lívida y le eché la bronca del siglo, de la que me arrepiento cada día. Sí, mi madre, mi diosa en la Tierra, era racista. O inculta. O xenófoba. O a lo mejor solo es que, hasta hacía poco, no había visto más negros que los de las películas y se le hacían extraños. O todo al tiempo. Pero lo era.

Quizá yo, como ella, también soy racista sin ser consciente de ello. No hace falta llamar mono a un futbolista negro en un estadio, ni panchitos a los latinoamericanos en un chiste, ni moros a los marroquíes en una cena, ni ladrones a los gitanos en un aparte para reconocerlo. Y solo admitiéndolo podremos cambiarlo. Algo habremos avanzado cuando mi hija veinteañera me dice que es racista al revés porque les cede el asiento en el bus a los diferentes, aunque sean más jóvenes que ella, para que no piensen que es racista, a secas. Sí. Es una decisión consciente. Un imperativo moral inapelable. Al alta de aquel ingreso, contratamos a una señora para que cuidara a mi madre. Una argentina blanca, blanquísima que hablaba cual cotorra y le ponía la cabeza como un bombo, cuyo contrato solo duró tres meses. Tiempo suficiente para que llorara más que sus hijos en su entierro.

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