Regreso al país del gulag
No es Ucrania la única víctima. Tanto o más insidiosa es la destrucción de Rusia, porque es invisible, asesina y mata también las conciencias
Emerge de nuevo el siniestro archipiélago que narró Alexandr Solzhenistsin magistralmente, como si el mar de una incierta y precaria libertad se hubiera retirado. No es Ucrania la única víctima. Tanto o más insidiosa es la destrucción de Rusia, porque es invisible, asesina y mata también las conciencias. Carece de toda esperanza.
Conocemos de Ucrania las imágenes de ...
Emerge de nuevo el siniestro archipiélago que narró Alexandr Solzhenistsin magistralmente, como si el mar de una incierta y precaria libertad se hubiera retirado. No es Ucrania la única víctima. Tanto o más insidiosa es la destrucción de Rusia, porque es invisible, asesina y mata también las conciencias. Carece de toda esperanza.
Conocemos de Ucrania las imágenes de las matanzas en Bucha, el teatro de Mariupol o la estación de Kramatorsk, de las ciudades devastadas, las escuelas y hospitales bombardeados o las plantas industriales arrasadas. Hemos visto soldados decapitados por los rusos y un mercenario desertor de Wagner asesinado a mazazos. También sabemos del maltrato, las torturas y ejecuciones sumarias de los prisioneros de guerra, de uno y otro lado.
Nada se ve, en cambio, de la destrucción en tierra rusa. Allí el efecto es sigiloso y oculto. En vidas destruidas, ante todo, los jóvenes reclutados a la fuerza, los presidiarios forzados a comprar una dudosa libertad a cambio del alistamiento, los expedidos a primera línea en batallones de castigo tras su detención en las manifestaciones contra la guerra...
Como en el pasado estalinista, la represión se distingue precisamente “porque afecta a gente que no es culpable de nada”. Este es el caso de Alexéi Moskaliov, detenido y condenado a dos años por el dibujo contra la guerra de Ucrania que hizo su hija de 13 años, internada ahora en un asilo para niños.
Esos inocentes condenados son los que salvan a Rusia y a su alma. Como Alexéi Navalni y Vladímir Kara-Murza, los dos presos políticos rusos más destacados, víctimas ambos de envenenamientos, castigados con largas penas de prisión después de juicios arbitrarios e incluso secretos, y con sus vidas en peligro bajo la vigilancia de carceleros especialistas en exterminar lentamente a sus prisioneros en las insalubres mazmorras rusas, antaño soviéticas. Como los millares de manifestantes detenidos por oponerse a la guerra, culpables de decir que una guerra es una guerra, en un país donde la verdad es delito de alta traición.
Sin las repugnantes prácticas de la denuncia y la delación entre vecinos, familiares, colegas, maestros y alumnos, propias de tiempos estalinistas, esta persecución no sería posible. Para saber hoy de Rusia basta con regresar a las monumentales páginas de Archipiélago Gulag, en las que Solzhenitsin contó el carácter fundacional del país invisible y cruel, ya centenario y bien vivo todavía, organizado alrededor de la detención y la ejecución en masa y construido por la Cheka, el precedente del KGB de donde salió Vladímir Putin.
Es incierto el futuro de esos presos que han preferido la cárcel al exilio y nunca han perdido la esperanza. Clara y tangible, para rusos y para ucranios: hay un camino en libertad que conduce a Europa, la recuperación de la vida civil y un futuro humano. Frente al otro camino, el de los carceleros y sicarios, hacia el país del gulag, del miedo, la incertidumbre y la oscuridad.