Buena noticia

Daba gusto verlo. Un chico en la flor de la vida. Los huesos le han soldado. El corazón, no sé, pero sigue latiendo. Otros suicidas no tienen tanta suerte

Un hombre sentado en la calle.iStock

El verano pasado, mi toldo salvó una vida. El chaval de arriba del humildísimo pisito de emigrantes manchegos en Levante de mis abuelos, que ahora usamos los nietos para quitarnos el mono de mar de alicantinos trasplantados a la meseta, se tiró por el balcón a la hora de la siesta, rebotó en nuestra lona y se estampó contra la acera con un chasquido de saco terrero entre el estruendo de las chicharras. Aún tengo grabado en el móvil, y en el alma, el audio de mi hermana contándonos con voz trémula la película casi en directo en el grupo de WhatsApp de la familia. Fue ella, ocupante de turno del...

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El verano pasado, mi toldo salvó una vida. El chaval de arriba del humildísimo pisito de emigrantes manchegos en Levante de mis abuelos, que ahora usamos los nietos para quitarnos el mono de mar de alicantinos trasplantados a la meseta, se tiró por el balcón a la hora de la siesta, rebotó en nuestra lona y se estampó contra la acera con un chasquido de saco terrero entre el estruendo de las chicharras. Aún tengo grabado en el móvil, y en el alma, el audio de mi hermana contándonos con voz trémula la película casi en directo en el grupo de WhatsApp de la familia. Fue ella, ocupante de turno del pisete de los yayos, quien vio, oyó y sintió el helado aliento de la muerte frente a sus ojos mientras sudaba la gota gorda cargando el coche de sombrillas para la playa. Ella fue quien llamó a la ambulancia y se arrodilló a acompañar al chico malherido hasta que llegaron las asistencias y se lo llevaron a la UVI, porque su petrificada madre bastante tenía con seguir respirando tras bajar las escaleras al galope y que sus ojos vieran lo que nunca quisiera haber visto. Más mudo aún se quedó el toldo, rajado con un siete gigantesco, el número de la suerte. Un milagro, dirán algunos. En absoluto. Pura chiripa.

Lo que vino después sí fue un prodigio. El muchacho, con los huesos rotos y el corazón quebrado, empezó a hablar todo lo que hasta entonces había callado y aún no ha parado. Se sentía distinto, había quienes le hacía la vida imposible y, ciego de dolor y desesperanza, no vio más salida que saltar por encima de la barandilla. Hace nada, bajé al pisito de la playa en un viaje relámpago con la excusa de una boda. Llegué a la hora de la siesta, me crucé con el chaval de arriba, lo saludé, me saludó, nos hicimos ambos los nuevos y, aunque aún no es tiempo de chicharras, se hizo verano de repente. Daba gusto verlo: un chaval en la flor de la vida con los ojos brillantes, una sonrisa de arete a arete y una pluma como para ser jefe de filas de la comparsa más loca de los desfiles de moros y cristianos del barrio. Los huesos le han soldado. El corazón no sé, pero sigue latiendo. Otros suicidas no tienen tanta suerte. En el balcón de mis abuelos ondea, precioso, el toldo nuevo a rayas color crema pagado por el seguro. Para el chico son las del arcoíris.

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