Valiente torero

Hay en la anchísima sonrisa del hijo más bondad, dignidad y grandeza de la que ha tenido el padre en su vida

Manuel Diaz, el pasado día 21, delante de la primera fotografía de él con su padre, Manuel Benítez.OSCAR DEL POZO (AFP)

Andan las plumas más cursis del reino chorreando almíbar con la foto de un padre anciano y un hijo en el cenit de la edad madura dándose el abrazo de la paz después de medio siglo de ausencias, desprecios, tributos y anhelos. Las ausencias y desprecios del padre, negándose a reconocer a la carne de su carne, pese a parecer desde siempre gemelos univitelinos de tan clavados que son sus perfiles. Los tributos y anhelos del hijo, honrando siempre l...

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Andan las plumas más cursis del reino chorreando almíbar con la foto de un padre anciano y un hijo en el cenit de la edad madura dándose el abrazo de la paz después de medio siglo de ausencias, desprecios, tributos y anhelos. Las ausencias y desprecios del padre, negándose a reconocer a la carne de su carne, pese a parecer desde siempre gemelos univitelinos de tan clavados que son sus perfiles. Los tributos y anhelos del hijo, honrando siempre la dignidad de su madre sin dejar nunca de buscar el amor del padre ni faltarle jamás al respeto. Hablo de Manuel Benítez y Manuel Díaz, matadores de toros. Claro que la foto es emotiva. Siempre lo es un abrazo si es sincero, y este lo parece. Pero falta la verdadera protagonista de la historia, María Dolores Díaz González, la madre de la criatura.

Pongamos las cosas en su sitio. Dolores se quedó embarazada de Benítez en una época en que los señoritos preñaban a las criadas y no pocas veces se arreglaba el asunto despidiendo a la sirvienta por buscona. Si cualquier pelanas podía negar a un hijo con su sola palabra, qué no iba a poder hacer El Cordobés, el torero más famoso de España, epítome del arrojo, los cojones y el mando en plaza. Negando a su hijo, Benítez insultaba a Dolores todos los días de su vida, mientras él bautizaba piadosamente a su legítima prole como buen cristiano. Por fin han caído las caretas. El diestro más salvaje, el más macho entre los machos ibéricos, el temerario figura que le mordía los cuernos al toro como muestra de hombría no ha tenido los testículos de asumir las consecuencias de sus actos. ¿Valiente? Sería en el ruedo, no en la vida. Solo ahora, a la vejez, cuando a uno se le reblandecen las pajarillas, se aviene a lavar su conciencia, quizá por lástima de sí mismo, no vaya a ser que cualquier noche lo llame la parca a su seno. Bien está lo que bien acaba, un tío es un tío, le disculpan los biempensantes, mientras le palmean las espaldas y le homenajean como califa del toreo. Fenomenal. No seré yo quien les agüe la fiesta. Dicen que la madre está feliz de ver feliz a su hijo, y yo me la creo. Pero en la anchísima sonrisa del hijo hay toda la bondad, la dignidad y la grandeza que no ha tenido el padre en su vida.


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