COLUMNA

Carta de socorro

Mucho se habla de cómo se estropean los cuerpos en ciertas tesituras, pero eso no es nada comparado con las cabezas

Cuadro de buzones de una residencia de estudiantes.Getty

Ayer abrí el buzón del adosado. No lo hago a diario ni muchísimo menos. Desde hace tiempo, cuando dejé de ser una persona tranquila y confiada y me convertí en un manojo de nervios, solo lo abro cuando no me queda más remedio porque le tengo pánico. Miedo a encontrar, qué sé yo, una multa con embargo total de bienes, una reclamación de Hacienda de las de ingreso inmediato en la trena, un diagnóstico médico comunicándome que me quedaban seis meses hace los seis meses que fue emitido, de ahí para arriba. ...

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Ayer abrí el buzón del adosado. No lo hago a diario ni muchísimo menos. Desde hace tiempo, cuando dejé de ser una persona tranquila y confiada y me convertí en un manojo de nervios, solo lo abro cuando no me queda más remedio porque le tengo pánico. Miedo a encontrar, qué sé yo, una multa con embargo total de bienes, una reclamación de Hacienda de las de ingreso inmediato en la trena, un diagnóstico médico comunicándome que me quedaban seis meses hace los seis meses que fue emitido, de ahí para arriba. Desde que la ansiedad entró en mi vida para quedarse, practico la política de ojos que no ven, corazón que no siente, pero ayer tuve que abrirlos, los ojos y el buzón, por puro amor propio. Lleno hasta la bola, las últimas lluvias había convertido su contenido en una papilla de folletos de ofertas del súper y recibos de suministros, y la vergüenza de que mis vecinos vieran en ella lo que queda de lo que fui algún día pudo más que el canguelo.

Tampoco fue para tanto, como casi nada. Me sorprendió muchísimo menos una multa de 600 pavos por no identificar al conductor de mi propio vehículo por saltarme un semáforo en un atasco y quedarme con el culo en rojo y el morro en verde, que una carta manuscrita y franqueada con sello de esos de los de estanco, si es que aún quedan estancos. “A la vecina del número X de la calle Y”, rezaba el frontis. “El vecino del número W de la calle Z”, el remitente. Mira: abrí el sobre con el corazón a matacaballo. Algo habría hecho, claro. Yo qué sé: un rayajo en el coche, un paquete sospechoso extraviado con los consiguientes daños y prejuicios, una pillada en falta grave, gravísima. Pero no. Era una misiva amabilísima en la que el emisario me ofrecía, además de su casa, su familia y su hombro para llorar mis penas, la salvación de mi alma a cambio de unirme a su Iglesia. Nada personal, por supuesto. Deben de ponérselo de deberes en su culto, sea el que fuere. Pero me puso las pilas. Por fin voy a pedir ayuda para lo mío. Lo de convertirme a estas alturas lo veo más difícil, pero tampoco lo descarto. Mucho se habla de cómo se estropean los cuerpos en ciertas tesituras, pero eso no es nada comparado con las cabezas.

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