De guerra desafortunada hacia el sentido común
El informe de la Comisión Global de Política de Drogas contiene un enfoque que aborda la despenalización y una agenda de seguridad “desnarcotizada”
En Arabia Saudita se ha aplicado la pena de muerte a 17 hombres por alegados delitos sobre drogas a lo largo de las últimas dos semanas; el último ejecutado fue un jordano acusado de contrabandear metanfetaminas. Acaso la punta más dramática del iceberg de una “guerra” que arroja un balance mundial desastroso y que clama por un viraje decisivo.
El fracaso de la llamada “guerra contra las drogas” es abrumadoramente evidente desde hace tiempo. L...
En Arabia Saudita se ha aplicado la pena de muerte a 17 hombres por alegados delitos sobre drogas a lo largo de las últimas dos semanas; el último ejecutado fue un jordano acusado de contrabandear metanfetaminas. Acaso la punta más dramática del iceberg de una “guerra” que arroja un balance mundial desastroso y que clama por un viraje decisivo.
El fracaso de la llamada “guerra contra las drogas” es abrumadoramente evidente desde hace tiempo. La Comisión Global de Política de Drogas (CGPD) viene dando seguimiento a este fenómeno desde su fundación en el 2011 por un grupo de personalidades de América y Europa, entre las que se encontraban ex jefes de Estado y de gobierno que deseaban inspirar una mejor política de drogas a nivel mundial. Fue presidida inicialmente por Fernando Henrique Cardoso (Brasil), luego por la expresidenta de Suiza, Ruth Dreifuss; actualmente es Helen Clark, ex primera ministra de Nueva Zelanda, quien la conduce. La integran, entre otros, Juan Manuel Santos (Colombia), Ricardo Lagos (Chile), Javier Solana (España) y Mario Vargas Llosa (Perú).
La Comisión me ha honrado invitándome a incorporarme a la misma desde este mes de noviembre, precisamente cuando lanzaba su primer informe sobre Colombia y me tocó estar presente en esa ocasión. El desastre de esa “guerra” y recientes evoluciones institucionales y políticas —acuerdo de paz del 2016 y asunción del Gobierno por Gustavo Petro— llevó a la CGPD a elaborar un informe sobre Colombia publicado hace dos semanas. El mismo contiene una propuesta clara y precisa: cambiar la política fracasada de criminalización por una de regulación, lo que supone, centralmente, darle al tema un tratamiento diferente al penal/criminal.
¿El telón de fondo? Es, claramente, el clamoroso fracaso de la “guerra contra las drogas”. Que ha llenado de gente las cárceles del mundo, propiciado espirales de violencia sin límite y solo actuado —superficialmente y muy de lejos— sobre el impacto de las drogas en la salud pública, supuesta raison d´être de la tal guerra. Mientras el consumo —y, por ende, la producción para satisfacerlo— seguía aumentando vertiginosamente; sin políticas de salud pública para regularlo.
Anunciada a mediados de 1971 por el presidente estadounidense Richard Nixon, la “guerra” fue relanzada hace casi cuatro décadas (1986), por el presidente Ronald Reagan y su voluntariosa esposa Nancy. Con la promulgación de la ley contra el Abuso de Drogas por Reagan ese mismo año se establecieron largas condenas carcelarias; aplicadas más, por cierto, para la población negra y más a arrestados por pequeñas cantidades de crack, que para quienes fuesen pescados consumiendo cocaína.
Luego de casi cuatro décadas de la enérgica declaración reaganiana el balance que ha quedado no podría ser más catastrófico y lamentable. En materia de políticas criminales, producción y consumo, todos los resultados son negativos. Y no desarrollo en esta ocasión, por falta de espacio, el efecto del crecimiento exponencial de la capacidad de fuego y de acción de organizaciones criminales internacionales hoy día mucho más poderosas e impunes de lo que fuera el otrora cartel de Medellín liderado en los ochenta del siglo pasado por Pablo Escobar.
Las cárceles se llenan por esta “guerra”. Mientras cerca de 25% de la población carcelaria en los Estados Unidos lo está por algún delito relacionado con la tenencia y consumo de drogas, es pequeña la proporción de cabecillas de organizaciones internacionales de narcotraficantes.
En los países llamados “productores” las cárceles también están sobrepobladas por personas sindicadas de “narcos”. En un número alto de casos se trata de féminas atrapadas en aeropuertos; las llamadas “burriers” o “mulas”. Las mujeres son uno de los eslabones más débiles de víctimas en esta “guerra” inútil. La organización WOLA (Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos) ha advertido del acelerado aumento en el encarcelamiento de mujeres en América Latina debido a leyes punitivas sobre drogas. En varios países latinoamericanos son los delitos sobre drogas son los que sustentan la prisión en torno al 50% o más de las mujeres privadas de libertad: Panamá (70.0%); Costa Rica (68.6%); Venezuela (64.0%); Brasil (62.0%); Perú (55.1%); Ecuador (54.0%); Chile (53.7%); Colombia (46.0%)
Mientras la tal “guerra” continuaba con trompetas triunfalistas, el mundo real ha marchado en una dirección completamente diferente: aumentando el consumo de las drogas “tradicionales” y, a la vez, con la paralela irrupción expansiva de un abanico casi infinito de sustancias sicoactivas sintéticas de laboratorio.
No han reemplazado a las antes existentes, sino que se han añadido a ellas. Mientras las drogas sintéticas irrumpían en la última década, en los mismos años el consumo de cocaína se ha duplicado. Y, al aumentar el número de consumidores, una consecuencia: el crecimiento de la producción. En el caso de la cocaína, por ejemplo, si hace diez años entre los tres países andinos productores de coca (Bolivia, Colombia y Perú) el área total era de 180 mil hectáreas, hoy en día solo en Colombia se superan las 200 mil. A ello habría que sumar un área no menor de otras 100 mil hectáreas de área sembrada en Perú y Bolivia. En total, pues, no menos de 90% de aumento en el área sembrada en medio de campañas de erradicación, batallas campales y miles de personas privadas de libertad.
En países productores de hoja de coca, como los tres mencionados, hay al menos tres impactos que no han cesado de multiplicarse a lo largo de estas décadas de fracaso y horror.
Primero, la expansión incesante de tierras destinadas al sembrío de hoja de coca. Luego de erradicadas ciertas zonas, la siembra se traslada a otras. En desmedro, por lo general, de pueblos indígenas, cuyas tierras son violentamente usurpadas y sus líderes asesinados, como ocurre día a día en ciertas zonas del Perú y Colombia.
Segundo, afectación severa del medio ambiente, Consecuencia del desplazamiento de sembríos de coca hacia zonas ecológicamente vulnerables como resultado de las campañas de erradicación estatal o, cuando había, la aspersión aérea en áreas cocaleras con una mezcla de glifosato y otros productos químicos tóxicos como ocurrió durante años en Colombia.
Tercero, crecimiento de la violencia, de redes de crimen organizado transnacional que articulan desde el espacio de productores, pasando por la exportación y la orientación a los grandes mercados de consumo en los EE UU, Europa, Asia y, en alguna medida, Brasil. Los carteles de origen mexicano ocupan hoy espacios de poder real a través de los cuales disputan con la “ley de los dos metales” —plata o plomo— el espacio de las fuerzas de seguridad.
La presentación del informe de la CGPD llevada a cabo en Bogotá el 10 de noviembre fue muy importante. Propició un necesario, pero postergado debate sustantivo sobre el tema. Las cinco recomendaciones con las que concluye recorren todo el abanico de temas y retos para salir de la espiral de muerte y violencia a la que nuestras sociedades se encuentran trágicamente sometidas desde hace décadas.
El informe contiene un enfoque integral sobre políticas de drogas: despenalización de las drogas y de las actividades no violentas relacionadas con las drogas, una agenda de seguridad “desnarcotizada” y fortalecimiento institucional, orientando los recursos del Estado a la persecución y procesamiento con los segmentos de alto nivel de la delincuencia organizada.
La regulación legal de las drogas es, sin embargo, la recomendación medular del informe. Lo que —¡ojo!— no debe ser entendido como sinónimo de permisividad. Que supone, entre otras cosas, reuniones con países afines (se entiende que, entre otros, con los países andinos concernidos) “… para coordinar y orientar las estrategias tendientes a la reforma de la política de drogas a nivel mundial y exhortar a este grupo a desempeñar un papel activo en los foros de las Naciones Unidas, …, promover un debate internacional sobre la necesidad de un examen sistemático y proponer políticas concretas como alternativa a la prohibición”.
El informe llama a políticas de salud pública y de comunicación efectivas. La gente recuerda bien la eficacia de las campañas contra otra droga: el tabaco. Información de la OMS (Organización Mundial de la Salud) expresa bien el hecho alentador de que 60 países están en camino de cumplir la meta global de reducción de 30% en el consumo de tabaco entre el 2010 y el 2025. Camino a seguir frente a un aumento aluvional, día a día, de las drogas ilícitas que inundan el mercado mundial.
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