Lula y la integración estancada

Las expectativas de un relanzamiento de la integración latinoamericana están por los cielos. Pero estas ocultan la seria divergencia sobre modelos de integración que subsiste dentro de la propia izquierda

Lula da Silva tras votar en la segunda vuelta de las presidenciales el pasado 30 de octubre.AMANDA PEROBELLI (REUTERS)

El triunfo de Lula da Silva en las pasadas elecciones brasileñas, acotado por la consolidación del bolsonarismo en el Congreso y las gubernaturas estatales, limitará el margen de acción del presidente en política doméstica, pero puede relanzar, de manera decisiva, el papel de Brasil en la región. Bajo la presidencia de Jair Bolsonaro, la política exterior brasileña confirmó su tradicional lógica de continuidad: Itamaraty mantuvo su apuesta por los ...

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El triunfo de Lula da Silva en las pasadas elecciones brasileñas, acotado por la consolidación del bolsonarismo en el Congreso y las gubernaturas estatales, limitará el margen de acción del presidente en política doméstica, pero puede relanzar, de manera decisiva, el papel de Brasil en la región. Bajo la presidencia de Jair Bolsonaro, la política exterior brasileña confirmó su tradicional lógica de continuidad: Itamaraty mantuvo su apuesta por los BRICS, profundizó sus vínculos con China y Rusia, y, tras un arranque complicado con la Administración de Joe Biden, se reposicionó dentro del sistema interamericano en la reciente Cumbre de las Américas de Los Ángeles.

Sin embargo, el abierto trumpismo de Bolsonaro y su orientación ideológica hacia un anticomunismo retro complicaron la relación de Brasil con varios de sus vecinos, en un momento de ascenso de nuevos gobiernos progresistas como los de Andrés Manuel López Obrador en México, Alberto Fernández en Argentina, Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia. En 2019, Brasil abandonó Unasur y, a principios de 2020, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac). Entonces el canciller Ernesto Araújo sostuvo que el foro no daba resultados y concedía protagonismo a gobiernos no democráticos como los de Venezuela, Nicaragua y Cuba.

El presidente Bolsonaro no asistió, en consecuencia, a la sexta cumbre de la Celac celebrada en México, en septiembre de 2021, donde López Obrador, en calidad de presidente pro témpore del organismo, propuso una integración de toda América Latina y el Caribe a Estados Unidos y Canadá, siguiendo el modelo de la Unión Europea. Brasilia tampoco envió representantes a las sendas reuniones de cancilleres de la Celac en Buenos Aires, a fines de octubre de este año, una de ellas con Josep Borrell, el alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Políticas de Seguridad, donde se trató el tema de la invasión rusa a Ucrania.

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El presidente argentino, que actualmente ejerce la autoridad pro témpore de la Celac, viajó a São Paulo, poco después de la elección, y se reunió con Lula, quien aseguró la pronta reincorporación de Brasil a ese foro. Por su parte, López Obrador acaba de anunciar que tanto Fernández como Lula viajarían eventualmente a la Ciudad de México, donde en un par de semanas tendrá lugar una cumbre de la Alianza del Pacífico, entidad centralmente comercial, creada en 2011 por Chile, Perú, Colombia y México, en la que intervendrán los presidentes Boric, Castillo y Petro.

Como salta a la vista, las expectativas de un relanzamiento de la integración latinoamericana, con Lula, están por los cielos. Pero esas expectativas, generalmente envueltas en una retórica triunfalista sin verdadero sustento geopolítico, ocultan la seria divergencia sobre modelos de integración que subsiste dentro de la propia izquierda latinoamericana. Como ha podido constatarse en los últimos años, el gobierno mexicano tiene como prioridad la integración a América del Norte, de ahí que su latinoamericanismo esté siempre mediado por ese vínculo. Y, a la vez, otras izquierdas en el poder, como la argentina, la chilena, la peruana o la colombiana, a diferencia de las “bolivarianas”, no creen incompatibles el latinoamericanismo y el interamericanismo.

Lula, en efecto, puede aportar a ese regionalismo menguante el apoyo del Gobierno más poderoso de América Latina, que no es poco, y la profesional diplomacia de Itamaraty. Pero Lula, difícilmente, pondrá en riesgo la política exterior de Estado de Brasil, que, como se confirmó bajo un liderazgo tan extravagante como el de Bolsonaro, sigue pautas de equilibrio global como los BRICS, la colaboración Sur-Sur y el interamericanismo. En todo caso, lo más esperable sería que Lula apueste por un enfoque latinoamericano que, sin abandonar la plataforma interamericana, no siga la línea de integración hemisférica propuesta por López Obrador, ni la bolivariana “antimperialista” que impulsan Maduro, Ortega y Díaz-Canel.

Lula seguramente simpatizaría también con un regreso de Venezuela y Nicaragua al cauce de la democracia constitucional –durante su última campaña hizo críticas explícitas a la falta de libertades públicas en ambos países-, pero cualquier gesto suyo, en ese sentido, estará subordinado a la demanda del fin de la exclusión de esos dos gobiernos, y el cubano, de foros internacionales. La condición de potencia media y protagonismo global de Brasil se traduce, bajo un liderazgo como el de Lula, en el énfasis sobre la crítica a las sanciones y el aislamiento como herramientas de la democratización.

Las altas expectativas en torno al papel de Lula en la reactivación del integracionismo tienen que ver con ese obsesivo maquillaje simbólico de las diferencias o los disensos dentro de la izquierda latinoamericana, pero también con la comprobación fáctica de que el regionalismo no repunta en el nuevo ciclo progresista. Tradicionalmente, esas izquierdas responsabilizan de cualquier retroceso a las derechas o a Estados Unidos, pero lo cierto es que, en gran medida, la integración no ha avanzado por divergencias profundas que subsisten entre los propios gobiernos de la izquierda latinoamericana. En algunos casos, esas diferencias, en lo que atañe a temas centrales de cualquier agenda, como la democracia, los derechos humanos o las relaciones con Washington, son irreconciliables, aunque se proyecte lo contrario.

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