Musk, el pajarraco de Twitter
Cuidado, Elon. Ni todo el oro del mundo puede comprar el talento y la voluntad ajena, los pájaros pueden volar del nido y quedarte tú solito piando en tu solar carísimo
Hace justo 10 años abrí una cuenta en Twitter. Analógica perdida por edad y talante, había jurado no caer en las redes sociales sin tener una pistola apuntándome a los sesos y, entonces, la sentía. La inminencia de un despido masivo en mi empresa me hizo echarme a ese monte para mí ignoto con arrojo suicida y sin vergüenza ninguna. Así, sin filtro ni freno, me convertí, sin conocer ni el término, en trol insoportable. Pedí apoyo a mi causita a celebridades a las que luego puse a...
Hace justo 10 años abrí una cuenta en Twitter. Analógica perdida por edad y talante, había jurado no caer en las redes sociales sin tener una pistola apuntándome a los sesos y, entonces, la sentía. La inminencia de un despido masivo en mi empresa me hizo echarme a ese monte para mí ignoto con arrojo suicida y sin vergüenza ninguna. Así, sin filtro ni freno, me convertí, sin conocer ni el término, en trol insoportable. Pedí apoyo a mi causita a celebridades a las que luego puse a parir por ignorarme. Delaté a esquiroles pensando que solo me leerían cuatro gatos de mi cuerda. Me tomé, y di, confianzas virtuales que jamás hubiera dado cara a cara. Di y me dieron, en fin, por todos sitios hasta que, pasada la calentura, fui adaptándome al medio con pasión de conversa rozando, a rachas, la adicción severa. Twitter es, alguien tiene que decirlo, droga dura para hiperdependientes de la aprobación ajena como la que firma. Gimnasio verbal. Termómetro social. Masturbador de egos. Cancha de esgrima dialéctica. Bar de copas fino o canalla según la hora. Diván de insomnes. Paraíso de narcisistas y lodazal de bocazas, sí, pero también privilegiado escaparate de lo mejor y lo peor del globo.
En esta década en Twitter he alternado con seres extraordinarios con los que jamás hubiera cruzado palabra de otro modo. He sido insultada y he abusado de mi privilegio exponiendo a otros a insultos. He reído y llorado con alegrías y penas ajenas. Me he enterado de noticiones sentada en el inodoro. He visto luchar y morir a enfermos que creyeron que iban a salir de lo suyo hasta el último suspiro. He apoyado acciones solidarias sin soltar un euro y atizándome un gin tonic de 15 pavos. He subido al cielo y he bajado al infierno, pero ahí sigo. Pese a todas sus taras, Twitter todavía me da más que me quita y, además, lo dejo cuando quiera: yo controlo. Todos podemos, claro. Pero mientras para algunos, como yo misma, es un pasatiempo, para otros es su única ventana al mundo y su único altavoz posible. Por eso la sobrada de Elon Musk, nuevo amo del gallinero, regateando cual tahúr de Las Vegas con el mismísimo Stephen King el precio que quiere cobrarle, y cobrarnos, por certificar que nosotros somos nosotros es doblemente peligrosa. Cuidado, Elon, pajarraco. Ni todo el oro del mundo puede comprar el talento ni la voluntad ni la libertad ajenos, los pájaros pueden volar del nido y tú quedarte piando solo en tu solar carísimo.