Muertos vivos: el dolor invisible de la covid

Son millones los que quedaron sumidos en un duelo que no termina porque nunca empezó: los que no pudieron vivir el fallecimiento de sus seres queridos

Dos trabajadores del Hospital de Clínicas de San Lorenzo (Paraguay) trabajan con una enferma de covid-19.Nathalia Aguilar (EFE)

Ayer arrojé a la basura la masa madre que alimenté desde marzo de 2020, cuando en mi país, la Argentina, se decretó el confinamiento por la pandemia de covid-19. Cada sábado, durante mucho tiempo, le agregué harina y agua para que siguiera viva. Ahora estuve fuera del país durante un período largo y se echó a perder. La vi morir en el tacho de basura y sentí una añoranza extraña —diría: horrorosa— por aquellos días de simpleza automática, en los que tan...

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Ayer arrojé a la basura la masa madre que alimenté desde marzo de 2020, cuando en mi país, la Argentina, se decretó el confinamiento por la pandemia de covid-19. Cada sábado, durante mucho tiempo, le agregué harina y agua para que siguiera viva. Ahora estuve fuera del país durante un período largo y se echó a perder. La vi morir en el tacho de basura y sentí una añoranza extraña —diría: horrorosa— por aquellos días de simpleza automática, en los que tantas cosas se hacían sólo porque era la manera de aferrarse a la idea de que algo tenía sentido: limpiar, alimentar la masa madre. Días en los que tantas cosas se hacían sin que, supimos después, tuvieran sentido alguno: desinfectar el carro de las compras, lavar las bananas. No velar a los muertos. Hace poco, en México, un taxista me contó que había perdido a su hermana por covid-19 durante el primer año de la pandemia. La dejó en un pasillo de hospital y ya no volvió a verla. Ni agonizante ni muerta. No sabe si sufrió, no sabe si tuvo miedo, no sabe qué dijo antes de ser intubada, no sabe qué aspecto tenía cuando la llevaron a la morgue. Todavía duda de que sea su cuerpo el que enterraron en una tumba a la que nadie pudo ir a despedirla —estaba prohibido— y, aunque sabe que es imposible, cree que en algún momento su hermana puede aparecer. Son millones los que, como él, quedaron sumidos en un duelo que no termina porque nunca empezó: los que no pudieron vivir la muerte de sus queridos. No se habla ahora de esas cosas. Sólo queremos recuperar la vida por sobredosis, la vida maníaca: recitales, bares, la embriaguez del que ha sobrevivido. Yo pienso en ellos. ¿Se preguntarán si haberles arrebatado así a sus muertos era necesario? ¿Recordarán con ira, estarán en paz? ¿Quién se ocupa de su daño irreparable? Hay un verso de Richard Siken: “En un sueño, tu cuerpo me contó que nunca le tuvo miedo a nada”. Ojalá, al menos, sueñen con eso.

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