Tu paraíso secreto me da ansiedad

Cuando las redes sociales ignoran adrede a nuestros amigos, ¿realmente deseamos lo que nos recomienda el algoritmo?

Marietine Birnie, en el Blue Lagoon de Malta en 1959.Slim Aarons (Getty)

Fue un idilio corto, pero de los más intensos que he vivido en mucho tiempo. Supongo que mi perdición fue quedarme embobada más de lo que debía. Todo empezó en primavera. Me enganché con la primera dosis, hipnotizada por una mezcla de belleza y amago de exclusividad servida en un brevísimo espacio de tiempo. ”¿Conoces este rincón oculto de la Costa Brava?”, me decía una desconocida de la que nunca había oído hablar, invadiendo mi feed de Instagram con un clip de agua cristalina en una encantadora y minúscula cala de rocas frente a l...

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Fue un idilio corto, pero de los más intensos que he vivido en mucho tiempo. Supongo que mi perdición fue quedarme embobada más de lo que debía. Todo empezó en primavera. Me enganché con la primera dosis, hipnotizada por una mezcla de belleza y amago de exclusividad servida en un brevísimo espacio de tiempo. ”¿Conoces este rincón oculto de la Costa Brava?”, me decía una desconocida de la que nunca había oído hablar, invadiendo mi feed de Instagram con un clip de agua cristalina en una encantadora y minúscula cala de rocas frente a la playa de Sant Pol, en Sant Feliu de Guíxols (Girona). “Se trata de Sa Caleta, solo tienes que seguir unos minutos el camí de Ronda”, me aconsejaba. Vaya, ¡gracias, @weallwayshaveroma, este verano no me lo pierdo!, pensé, borracha de dopamina por el descubrimiento.

Aquel fue el primer videoconsejo que se ganó el privilegio de pasar a mi carpeta de elementos guardados, ese joyero virtual que dice más de nuestra psique y entrañas que un vistazo a nuestro botiquín casero. Ilusa de mí, acababa de ser captada por la mafia de contenidos sobre oasis secretos: ”¿Son estas las pozas más bonitas de España?”, me asaltó otro desconocido en mi pantalla, mostrando un montaje de aguas turquesas y cascadas en Chorreras de Cabriel (Cuenca). ”¿Nunca has estado en este jardín secreto de Barcelona?”, me gritaba otra cuenta, enseñándome un precioso patio con fuentes, hamacas y sombra, con pinta de estar siempre a 10 grados menos que el resto y al que se accede por un ascensor desde un callejón junto a las Ramblas. ”¿Sabes cómo llegar a estas piscinas naturales de Cataluña?”, me comentaban desde un gorg majestuoso en Orpí (Barcelona), detallando una plácida ruta que completaba sin esfuerzo su simpático perro. Todos me convencieron.

Al principio, sentí aquellos accesos aparentemente secretos como un regalo exclusivo caído del cielo. A la semana, cuando perdí la cuenta de lo que había apilado en mi codiciado basurero virtual de aguas prístinas en las que nunca me bañaría y azoteas escondidas a las que nunca subiría, llegó la angustia y el rechazo. Vivía atrapada en mi propio zoco de mercaderes hiperbólicos del edén veraniego. Ya no sabía lo que hacían mis amigos, porque ahí siempre estaban ellos, instándome a cada salto de scroll, listos para enseñarme ese lago que ”parece Suiza, pero es una joya de los Pirineos” o con su ruta a una cascada malagueña “con el agua más cristalina que hemos visto en nuestra vida”. ¿La ultraviolencia de La naranja mecánica? Un juego de niños comparado con esa tortura personalizada por goteo hedonístico que estaba sufriendo.

Lo que viví fue “ansiedad por algoritmo”. Lo aprendí en un análisis de Kyle Chayka en The New Yorker, en el que ahonda en este fenómeno virtual de recomendaciones que nadie ha pedido y nos está quebrando los nervios. Ya no sabemos si queremos aquello en lo que una vez posamos los ojos unos segundos de más, si el algoritmo nos ha leído la mente o si respondemos como se espera a un milimetrado asedio tecnológico. Y no solo pasa en Instagram. Desde mediados de la década pasada, los órdenes cronológicos de nuestros feeds en redes se han evaporado y hemos asistido a la desaparición paulatina de la vida de nuestros amigos, hábilmente ignorados y reemplazados por recomendaciones a creadores de contenido que seleccionan ya todas las plataformas, desde Spotify a Airbnb. La revista Input ha denunciado cómo Twitter se ha convertido en un vertedero de cuentas humorísticas (algunas con intereses económicos, como esa invasión de las camisetas con lemas salvajes) y ya nos alertan de que “las redes sociales han muerto” porque, en realidad, vivimos en “la era de los medios de recomendaciones”. Esa en la que, nunca imaginé, acabaría diagnosticada de ansiedad por paraíso secreto.

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