Porque son muy guapas
Es cierto, les consentimos que se colaran en el aeropuerto porque eran guapérrimas, con una belleza muy insolente en aquel magma de sudor y agotamiento
“Se han colado”, dijeron unos españoles a mi espalda. “Eh, vosotras, que os habéis colado”. Las aludidas, nativas de la república imaginaria de Kakania o de alguna otra antigua comarca austrohúngara, fingieron que no entendían los gritos. Sí, se habían colado, y colarse era una afrenta gravísima en aquel aeropuerto extranjero con la mitad del personal en huelga, una pantalla llena de vuelos cancelados y una masa de turistas tirados por los suelos que apenas se distinguía de una crisis de refugiados. La gente estaba muy tensa y la indignación de los españoles era legítima, pero nadie la secundó...
“Se han colado”, dijeron unos españoles a mi espalda. “Eh, vosotras, que os habéis colado”. Las aludidas, nativas de la república imaginaria de Kakania o de alguna otra antigua comarca austrohúngara, fingieron que no entendían los gritos. Sí, se habían colado, y colarse era una afrenta gravísima en aquel aeropuerto extranjero con la mitad del personal en huelga, una pantalla llena de vuelos cancelados y una masa de turistas tirados por los suelos que apenas se distinguía de una crisis de refugiados. La gente estaba muy tensa y la indignación de los españoles era legítima, pero nadie la secundó. Las chicas colonas se colaron impunemente. “Claro, como son tan guapas, nadie les dice nada y se creen que pueden hacer lo que quieran”, remató una de las españolas, en un último y vano intento por avergonzar a las de Kakania, pero en Kakania no conocen la vergüenza.
Tenía razón la señora: se lo consentíamos porque eran muy guapas. Guapísimas. Guapérrimas, con una belleza muy insolente en aquel magma de sudor y agotamiento. Parecía que flotaban sobre una concha de Botticelli, y daban ganas de cerrarla y facturarla como equipaje. A cualesquiera otros les habrían sacado a golpes de la fila, degenerada en tumulto, pero, ante tal belleza, aquel mar se abría generoso y servil. Su antipatía cruel y soberbia las hacía más poderosas. Se las notaba egoístas, ajenas a cualquier sentimiento de solidaridad o compasión. Intentaron pasar por la puerta VIP enseñando una tarjeta de El Corte Inglés o de la Biblioteca Pública de Kakania, cualquier treta les valía para saltarse la espera y dejar atrás a toda esa chusma. Por desgracia, el empleado del aeropuerto debía de ser alguien derrotado por la prosa administrativa de su oficio e insensible a la luz renacentista de las chicas kakanianas. No las dejó entrar.
Decía Peter Bogdanovich en una frase muy inspirada —porque hablaba de su novia muerta— que la belleza y la monstruosidad se parecen, y tal vez las caras más guapas sean solo monstruos disfrazados. Lo bello perturba y cuestiona los principios de la democracia, que necesita ser ciega a lo hermoso. Vivimos fingiendo que todos somos iguales. La convivencia se basa en esa fe. La democracia nos exige apoyar la indignación de la señora española y decirle a las kakanianas, en un inglés civilizado, que se pongan a la cola como todo el mundo. Ser demócrata implica oponerse a la belleza. Pero yo, aquella tarde, en aquel aeropuerto, renegué de mis ideas y celebré la tiranía.