Letizia, cumbre

Yo que los monárquicos que la despellejan ponía velas a la salud de ese matrimonio. No hay que ser feminista, sino ciego, para no ver que, aquí y ahora, el mejor rey es la Reina

Los Reyes reciben a Joe Biden y a su esposa durante la recepción ofrecida el martes en el Palacio Real.JUANJO MARTIN (EFE)

Se la veía a la vez más ajena y más dueña de sí misma que nunca. Regia, pluscuamperfecta, derecha cual mástil de bandera. Con sus trabajadísimos tríceps tensándose a ojos vista al estrechar la diestra a los mandamases del planeta. Dando su mejor perfil a cámara, como cuando se despidió de la audiencia del telediario un viernes hasta el lunes y no volvió más que para abrir la escaleta. Casi 20 años más t...

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Se la veía a la vez más ajena y más dueña de sí misma que nunca. Regia, pluscuamperfecta, derecha cual mástil de bandera. Con sus trabajadísimos tríceps tensándose a ojos vista al estrechar la diestra a los mandamases del planeta. Dando su mejor perfil a cámara, como cuando se despidió de la audiencia del telediario un viernes hasta el lunes y no volvió más que para abrir la escaleta. Casi 20 años más tarde, Letizia Ortiz Rocasolano aprobó cum laude la otra noche el examen de Reina de España ante los más poderosos del globo en la cena de la cumbre de la OTAN. No le oímos ni un suspiro, pero todo en ella proclamaba que, tras muchos forcejeos, le ha cogido la medida al traje y ya ni le aprieta ni le va grande. Sospecho que le repatea su rol de pastora de congéneres en la sonrojante agenda paralela que manda a las señoras a hacer turismo y charlar de sus cositas mientras los señores se miden las ojivas y rearman el mundo. Pero, puesta en el brete, apuesto que se ha dejado las pestañas postizas para darle sentido a su papel de consorte.

Atrás quedan quienes se mofaban de su maletín de ejecutiva en las visitas oficiales, de sus interrogatorios a los expertos que le pusieran a tiro, de sus ojos en blanco y su rictus de ¡qué coñazo! en según qué tesituras. También sus pequeñas y grandes rebeliones. Aquel verano en Palma poniéndose todos los días lo mismo para que nos aburriéramos y dejásemos de hablar de su ropa. Aquel feo impidiéndole a su suegra retratarse con sus nietas a la salida de misa. Su rechinar de molares ante las hazañas de su suegro y los desplantes de sus cuñadas. Solo ella sabe los sapos y culebras que ha tenido que tragarse. A veces, aún se le puede ver alguno atravesado en la tráquea. El último, las críticas por su ausencia en los fastos de la mayoría de edad de Ingrid de Noruega: una quedada de la realeza europea a reventar de coronas y caspa a espuertas. La acusan de no querer que su hija Leonor, heredera al trono, apareciera en esa foto, y me lo creo. Dicen que la monarquía es pompa y boato. Otras, puede. Esta, tras los últimos tumores, precisa extirpar células muertas. Y ella, que nunca ha dejado de ser periodista, lo sabe. En septiembre cumple 50 años. Una edad en la que una mujer, con los hijos calentando alas y los estrógenos en caída libre, se plantea si su vida merece la pena. Yo que los monárquicos que la despellejan ponía velas a la salud de ese matrimonio. No hay que ser feminista, sino ciego, para no ver que, aquí y ahora, el mejor rey es la Reina.

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