Ucrania en la UE, fuerza mayor
Europa vuelve a enfrentarse con Zelenski a un deber moral tan insuperable o más que el que tuvo en los noventa con Walesa, Havel y Antall tras la caída del comunismo
En febrero de 1991, el presidente polaco, Lech Walesa, el de Checoslovaquia, Vaclav Havel, y el primer ministro húngaro, József Antall, se citaron en un pueblo cerca de Budapest para coordinar los esfuerzos de transformación de sus países tras décadas de dictadura comunista y plantearse la entrada a la Comunidad Europea. Los entonces Doce intentaban gestionar la aceleración de la Historia que acababa de derribar el Telón de Acero, pero la ampliación al Este no figuraba en ningún orden del día....
En febrero de 1991, el presidente polaco, Lech Walesa, el de Checoslovaquia, Vaclav Havel, y el primer ministro húngaro, József Antall, se citaron en un pueblo cerca de Budapest para coordinar los esfuerzos de transformación de sus países tras décadas de dictadura comunista y plantearse la entrada a la Comunidad Europea. Los entonces Doce intentaban gestionar la aceleración de la Historia que acababa de derribar el Telón de Acero, pero la ampliación al Este no figuraba en ningún orden del día. Ni siquiera había terminado el periodo transitorio para España y Portugal, aún seguía existiendo la URSS y la prioridad era empezar a negociar lo que luego sería el Tratado de Maastricht. El plan para las nuevas democracias se limitaba a ayudas o, como mucho, acuerdos de asociación. Y, sin embargo, pronto fue manifiesto que esas ofertas resultaban insuficientes, incluso ofensivas para quienes habían sufrido casi medio siglo de subordinación a Moscú.
En una de las primeras reuniones en Bruselas alguien preguntó a estos líderes dónde estaban diez años atrás y contestaron que en la cárcel. Quienes se sentaban al otro lado de la mesa, más habituados a negociar el reparto de la PAC que a dejarse la vida luchando por la libertad, entendieron que era imposible no admitirles como candidatos. Fue, si se quiere llamar así, una ampliación por causa de fuerza mayor, conducida sin enorme entusiasmo y sometida a los criterios aprobados con urgencia en Copenhague. Para 2004 la Unión Europea ya había doblado su número de Estados y, poco después, experimentado los claroscuros de una transformación tan profunda. Con grandes luces en prosperidad, estabilidad o seguridad, pero también con importantes sombras plasmadas en un serio deterioro del Estado de derecho en algunos casos o en la reticencia generalizada de los nuevos miembros a cesiones adicionales de soberanía.
Los problemas para digerir tanta heterogeneidad han animado a idear estructuras alternativas (Política de Vecindad, Unión por el Mediterráneo, o la Comunidad Política Europea recién sugerida por Macron) con la vana esperanza de conformar a otros aspirantes en una suerte de segunda división. El pasado otoño, el sagaz Christopher Bickerton decía en el Real Instituto Elcano que la política de ampliación había llegado a su límite y que no éramos del todo conscientes de lo que significaba perder la principal fuente de vitalidad y legitimidad del proyecto europeo desde los años sesenta. Sin embargo, el panorama ha cambiado radicalmente en los cuatro meses que dura ya la invasión rusa. La carta de adhesión firmada por el presidente Volodímir Zelenski entre sacos terreros (enseguida acompañada por las solicitudes de Moldavia y Georgia) ha reanimado una agenda que estaba en blanco desde hace años en Turquía y que languidecía en los Balcanes occidentales.
Europa vuelve a enfrentarse a un deber moral tan insuperable o más que el que tuvo en los noventa con aquellos tres héroes de la oposición a los regímenes prosoviéticos. El Consejo Europeo ha dado una primera respuesta positiva a esa petición superando algunas dudas que era también legítimo albergar. Incluso si Ucrania no estuviese combatiendo y con buena parte del territorio sin controlar, la distancia que le separa de cumplir con las obligaciones de la pertenencia es enorme en el plano político (su posición en los índices de calidad democrática está por debajo de la Hungría de Orbán), en el económico (PIB per cápita tres veces inferior a Bulgaria, el Estado miembro más pobre) y en el jurídico (se calcula que el actual acervo de normas comunitarias a cumplir supera las 130.000 páginas).
Pero no se trata de que Kiev sea inmediatamente la 28ª capital europea. Son minoría las voces que planteen una entrada exprés rebajando las exigencias que con tanto celo vigila la Comisión. La solidaridad profunda que se expresa en esta hora hacia Ucrania trae cuenta de una guerra de agresión, que es la más execrable violación del Derecho Internacional que existe. Resultaría incoherente que la respuesta llevase a incumplir las reglas básicas que contempla el Tratado de la UE. Lo que, en cambio, sí está sobre la mesa es dejar de pensar en Ucrania como vecino (alguien que habita cerca, pero en vivienda distinta) y empezar a hacer planes de futuro para compartir techo. Una perspectiva a medio plazo que implica grandes desafíos para quienes tienen que preparar la casa y para quien desea acomodarse en una nueva habitación.
Para empezar, hay que enmarcar este proceso en una serie de consideraciones geopolíticas sobre el papel de Europa en el mundo y el futuro de la arquitectura de seguridad euroatlántica. Es obvio que no se le puede dar ninguna satisfacción a Putin a cuenta de esta candidatura, pero la guía de conducta no puede ser tampoco buscar lo que más le moleste. Por mucho que duela, Rusia sigue disponiendo de importantes herramientas de presión (incluyendo la relación con China) y hay que avanzar con la certeza de que estas no van a servirle para impedir el desenlace que desee la UE. Por otro lado, el proceso debe evitar agravios comparativos en los ya candidatos que se sentirían frustrados si a otros se les ofrece atajos, lo que acabaría por debilitar el delicado flanco sureste.
En segundo lugar, y mirando a la salud del proceso mismo de integración, muchos recrean el temor a que una adhesión de ese calado perjudique la pauta de relanzamiento de estos últimos años que se ha plasmado en la unidad post-Brexit o en una respuesta ambiciosa a la pandemia. Es un falso dilema porque la experiencia histórica demuestra que no hay tal suma cero entre profundización y ampliación. Por ejemplo, lo aportado por los dos países ibéricos a partir de 1986 ha sido valiosísimo y también está clara la contribución neta que supuso la entrada de escandinavos, bálticos o irlandeses. En otros casos el balance es más discutible. Hasta el punto de que Visegrado, el pueblo donde se encontraron Walesa, Havel y Antall hace treinta años, ha dejado de evocar una renovación del espíritu europeo. Ahora se asocia con el euroescepticismo de varios de los dirigentes populistas que les sucedieron.
Con todo, no es descabellado pensar que el esfuerzo de adaptación que requerirá Ucrania para acercarse al modelo político y social de la UE puede debilitar a las fuerzas iliberales que dominan el escenario centro-oriental. Una occidentalización exitosa más allá de Polonia y Hungría puede recuperar también allí ese ánimo perdido de “imitación” y permitir que la vieja Europa les deje de mirar con “repugnancia”, por usar los términos de Stephen Holmes e Ivan Krastev en La luz que falló. El trayecto que ha de recorrer Ucrania es larguísimo. Tendrá primero que recibir una enorme asistencia posbélica (ese Plan Marshall sobre cuyo contenido ha reflexionado Adam Tooze) y ser luego ayudada con soluciones intermedias para cambiar sus instituciones y su modelo productivo; por ejemplo, entrando primero en el Espacio Económico Europeo, como sugiere Nathalie Tocci. Pero, en ese proceso, Ucrania puede hacer a su vez dos enormes aportaciones a la UE: ejemplificar el valor que tiene luchar por la paz y la democracia y ser palanca que reconcilie las dos mitades del continente. Si así fuera, al final del camino no habrá una adhesión por causa de fuerza mayor, sino una fuerza mayor para la causa.