Elecciones en Andalucía. Identidad y política

Vivo la campaña entre los laberintos del desprestigio de los políticos y los debates identitarios. Y siento nostalgia de aquel 28 de febrero y el voto multitudinario del referéndum de autonomía

QUINTATINTA

El próximo domingo se celebran elecciones en Andalucía. Al seguir la campaña electoral, con su vértigo de actos, declaraciones y simpatías, he sentido la necesidad de plantearme la lentitud con la que poco a poco ha ido cambiando en los últimos 40 años el estado de ánimo en España y Andalucía. Mejor en los últimos 42 años y 4 meses, porque fue el 28 de febrero de 1980 cuando se celebró ...

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El próximo domingo se celebran elecciones en Andalucía. Al seguir la campaña electoral, con su vértigo de actos, declaraciones y simpatías, he sentido la necesidad de plantearme la lentitud con la que poco a poco ha ido cambiando en los últimos 40 años el estado de ánimo en España y Andalucía. Mejor en los últimos 42 años y 4 meses, porque fue el 28 de febrero de 1980 cuando se celebró el referéndum que permitió a Andalucía convertirse en comunidad autónoma a través del artículo 151 de la Constitución española. Durante estas semanas se nos plantea con frecuencia una pregunta: ¿se ha convertido Andalucía en una comunidad de derechas, dispuesta a ser gobernada por el PP y Vox? Más que responder a la pregunta, me limito aquí a pasear por mis recuerdos para proponer una meditación sobre dos palabras que considero claves en estas elecciones: identidad y política.

A lo largo de la dictadura franquista Andalucía vivió una paradoja. Mientras el sur padecía una explotación económica descarnada en favor del desarrollo industrial del norte, la copla, el flamenco y el traje de gitana se convirtieron en la imagen de la cultura nacional. Se manipuló folclóricamente una tierra, mientras se la maltrataba por dentro. Andalucía era desvalijada al ritmo de sus tablaos y sus palmas. Esta paradoja creó una dinámica precisa a la hora de pensar nuestra identidad, relacionada con la emigración, la conciencia de clase y las desigualdades territoriales. La Andalucía que necesitaba respirar el aire libre en la Transición identificó su desarrollo económico anteriormente negado con el derecho a ser tratada en el proceso autonómico igual que Cataluña o el País Vasco. Como lector de Lorca, por ejemplo, yo quería disfrutar tanto del Romancero gitano como de Poeta en Nueva York, pero me incomodaba que la utilización superficial de lo gitano sirviese para mantener el grave castigo económico que habían sufrido durante el franquismo las tierras de Extremadura, Murcia o Andalucía. El poeta ejecutado salía una y otra vez a bailar en los escenarios del nacionalcatolicismo.

Contra los caciques, los señoritos a caballo y los explotadores de la emigración, votaron los andaluces aquel 28 de febrero de hace 40 años. Hoy la situación es diferente, y no solo, aunque se pretenda olvidar, porque la sociedad andaluza haya progresado mucho en estas cuatro décadas, sino porque la palabra identidad se ha sobrecargado de elementos negativos debido al proceso independentista catalán. Las derechas catalanas y madrileñas alimentaron las guerras ofensivas de la identidad para ocultar su destrucción sistemática de los derechos cívicos y los servicios públicos. Nunca dos enemigos aparentes se han ayudado tanto entre sí. Como consecuencia peligrosa para la democracia, este proceso acabó por favorecer el surgimiento de los odios supremacistas. En una tierra en la que las migraciones de África no habían provocado el surgimiento de la extrema derecha, el independentismo catalán, identificado todavía en el sur con los años de explotación y sometimiento al norte durante el franquismo, se convirtió en la causa de los vientos más agresivos. Los miedos bien alimentados desembocan en supremacismos irracionales. Hoy todo está revuelto y el anticatalanismo no supone tanto una conciencia de clase para reivindicar en condiciones de igualdad los derechos económicos de Andalucía, sino una nueva posibilidad para que los señoritos y las señoritas conviertan el caballo y el traje de gitana en un argumento propicio para refundar el caciquismo.

En toda esta dinámica ha contribuido mucho el desprestigio de la política. Al contrario de aquel 28 de febrero de 1980, la mayoría de la población considera ingenuo confiar en la política. Cuando en la sala de espera de un hospital público se entabla entre los pacientes una discusión sobre las condiciones de los servicios sanitarios, tarda muy poco en surgir la maldita frase de todos son iguales. Parece como si los contratos médicos, los meses de espera y la carencia de medios no tuviese que ver con el voto que la ciudadanía deposita en una urna. Una parte de la ciudadanía siente que el voto tiene poco que ver con su vida.

El desprestigio de la política ha sido la dinámica más mimada por los poderes interesados en destruir la Administración y los espacios públicos en favor de los negocios privados. Los escándalos de corrupción han sido su gran alianza, es cierto. Pero en las informaciones sobre la corrupción se han confundido muchos matices. Los casos no se mezclarían una y otra vez si el deseo de analizar la realidad no se hubiese sustituido por el empeño de extender la frase todos son iguales, una frase que en realidad oculta otra más mezquina: todos somos iguales. Y no, no es lo mismo saquear en beneficio de las propias cuentas bancarias el dinero público que tomar decisiones discutibles, equivocarse a la hora de programar una política de ayudas o firmar una documentación tal vez irregular y preparada por otros. Nada más injusto que tratar de ladrones a personas decentes.

Resulta inevitable preguntarse con inquietud cómo es posible que la gente con menos recursos vote a quienes pretenden bajar los impuestos a los ricos, deteriorar la educación pública y favorecer la sanidad como un negocio privado. Una vez establecido el todos son iguales, la gente se sitúa en la indiferencia o en el protagonismo de las obsesiones privadas, obsesiones con las que trabajan bien los ficheros personalizados de los bulos en las redes sociales. En cualquier caso, se trate de bulos o datos verdaderos, resulta preocupante que la gente deje de votar según una idea colectiva de la convivencia para encapsularse en sus aficiones particulares a los toros, la caza o los prostíbulos. Junto a las reacciones contra el independentismo catalán, otro de los factores de movilización de la extrema derecha es la existencia real de un proceso activo en favor de la igualdad entre hombres y mujeres. Los privilegios machistas y las costumbres de sometimiento heredadas de Pilar Primo de Rivera reaccionan de manera tajante en contra de la igualdad.

A la hora de valorar a los candidatos más allá del desprestigio de la política, conviene analizar no solo el tono, y es muy bueno superar las dinámicas agresivas de los insultos naturalizados, sino también el contenido de las propuestas y los hechos. No basta con dejar de gritar, si las decisiones políticas sirven después para degradar el bien común en un largo silencio.

Esta es la situación de ánimo con la que vivo la campaña electoral de Andalucía entre los laberintos del desprestigio de la política y los debates sobre la identidad. Yo estoy acostumbrado a no coincidir con las dinámicas de la actualidad. Pero no deja de resultarme paradójico que el desprestigio de la política se extienda en unas elecciones que cuentan en la izquierda con Juan Espadas e Inmaculada Nieto, dos de las personas más serias y dialogantes que he conocido. Tampoco comprendo que se utilicen las identidades españolas y andaluzas para fomentar odios internos, en vez de favorecer la convivencia. Siento nostalgia de aquel 28 de febrero: Andalucía salió a votar de forma multitudinaria en contra de la antipolítica y en favor de sus derechos económicos. Y lo hizo por Andalucía libre, España y la humanidad.

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