Ay, madre
De vez en cuando salta un rifirrafe en redes entre madres jóvenes y mayores sobre si fuimos mejores o peores que quienes hoy defienden a muerte la lactancia ‘sine die’ y el colecho hasta Primaria. Pero la guerra no es esa, amigas
Hace dos décadas coincidimos una compañera y yo preñadas en el curro. Eran su segundo y mi primer hijo y, siguiendo la espantosa moda de la época, las dos camuflamos las tripas bajo siete sayos hasta que fue evidente que lo nuestro no eran gases. Un día, un gran jefe que salía poco del despacho, reparó en nuestras proas y le soltó a mi colega, sorprendidísimo: “¿Otra vez preñada, Mari Carmen?”. Ella, finísima, le devolvió el cumplido: “Mis niños se llevan cinco años. ¿Cuántos se llevan los tuyos, Manolo?”. Ni ella se llama Mari Carmen ni él Manolo, por supuesto. El caso es que no supimos si el...
Hace dos décadas coincidimos una compañera y yo preñadas en el curro. Eran su segundo y mi primer hijo y, siguiendo la espantosa moda de la época, las dos camuflamos las tripas bajo siete sayos hasta que fue evidente que lo nuestro no eran gases. Un día, un gran jefe que salía poco del despacho, reparó en nuestras proas y le soltó a mi colega, sorprendidísimo: “¿Otra vez preñada, Mari Carmen?”. Ella, finísima, le devolvió el cumplido: “Mis niños se llevan cinco años. ¿Cuántos se llevan los tuyos, Manolo?”. Ni ella se llama Mari Carmen ni él Manolo, por supuesto. El caso es que no supimos si el capo captó la pulla, pero lo que sí constatamos fue lo que ya sabíamos. Los hombres podían ser padres cuándo y cuánto quisieran sin peajes laborales. Las mujeres, si lo hacíamos, habíamos de atenernos a las consecuencias sabiendo desde el Predictor que pedir una reducción de jornada era un suicidio; soñar con un ascenso, una quimera y tomarse el permiso de la lactancia, una entelequia. En el trabajo seríamos las marujas. En casa, las madrastras.
La cara de la maternidad conllevaba y sospecho que aún conlleva la cruz de la culpa. Por estar, por no estar, por hacer, por no hacer, por decir y por no haber dicho. Muchas madres trabajadoras de mi quinta fuimos directas del tajo al paritorio. Destetamos a nuestras crías a las 16 semanas quisiéramos o no quisiéramos. Ni fuimos a por ellas al cole ni a la función de fin de curso. Y todo, soportando el severísimo juicio de pediatras, maestros, comadres con más tiempo o más suerte y de todo aquel que quisiera opinar al respecto. Han pasado dos décadas. Las cosas han cambiado relativamente. De vez en cuando salta un rifirrafe en redes entre madres jóvenes y mayores sobre si fuimos mejores o peores que quienes ahora defienden a muerte la lactancia sine die y el colecho hasta Primaria como si fueran la mismísima Eva. Pero la guerra no es esa, amigas. Pese a que hoy a ningún jefe se le ocurriría decirle a nadie que se preña mucho, por mucho que lo piense, una jueza acaba de fallar que la brecha salarial son los hijos y ordenar que se corrija. Ese sí es el camino. Mis herederas, la de aquel primer embarazo y la del segundo, me brean con que me deje de batallitas y las deje vivir su vida y cometer sus propios errores, “mamá, tío, pesada”. Ojalá ellas sí, si quieren, puedan ser madres sin más peaje que llevar el bombo a cuestas.