China y la guerra

La neutralidad sesgada que practica Pekín debería ser útil para una mediación que pare las hostilidades

Los presidentes chino, Xi Jinping, y ruso, Vladímir Putin, en Moscú en junio de 2019.EVGENIA NOVOZHENINA (REUTERS)

La ambivalencia lacónica de los mensajes de China no debe distraer de sus intenciones: aspira a ganar una guerra en la que no ha participado hasta ahora, aunque puede intervenir en el desenlace como mediador en la paz. Hay razones inmediatas de proximidad al presidente ruso, Vladímir Putin, y una hostilidad compartida por la democracia pluralista, el Estado de derecho y el orden internacional liber...

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La ambivalencia lacónica de los mensajes de China no debe distraer de sus intenciones: aspira a ganar una guerra en la que no ha participado hasta ahora, aunque puede intervenir en el desenlace como mediador en la paz. Hay razones inmediatas de proximidad al presidente ruso, Vladímir Putin, y una hostilidad compartida por la democracia pluralista, el Estado de derecho y el orden internacional liberal. Les separan también un buen puñado de intereses e incluso los métodos para defenderlos. Pero a Pekín no le conviene precipitarse, como sería el caso si se convirtiera en una tabla de salvación excesivamente visible para superar las sanciones contra Putin, o, sobre todo, si atendiera las necesidades de Moscú sobre un eventual suministro de armamento para una invasión ilegal e ilegítima que pretende cambiar por la fuerza las fronteras de un país y sustituir su soberanía.

La sintonía que han exhibido Xi Jinping y Vladímir Putin estos meses tuvo su expresión más significativa en la declaración conjunta del 4 de febrero, previa a la inauguración de los Juegos Olímpicos de Invierno en Pekín. En aquel contexto celebratorio, y anterior a la invasión de Putin, reafirmaron una relación bilateral sin límites y exhibieron su hostilidad solidaria tanto hacia la OTAN como al Aukus (Australia, Reino Unido, Estados Unidos). La sintonía expresada no se ha traducido todavía, más allá de la adopción del lenguaje que impone Moscú, en acciones militares o económicas concretas de respaldo a Putin. Hacerlo de forma más o menos explícita descartaría a Pekín como mediador y anclaría definitivamente el orden del mundo en una bipolaridad en la que China sustituiría a la antigua Unión Soviética.

La ayuda de China a Rusia significaría el reconocimiento inmediato de que Putin ha perdido su guerra, con independencia del resultado militar de la invasión. Ha calculado mal y se encuentra impotente ante la unidad de la UE, la presión de Estados Unidos y la monumental resistencia de los ucranios. Por eso, tanto Rusia como China niegan que ni siquiera se haya formulado la petición de asistencia. Hasta el momento, la neutralidad sesgada que practica Pekín parece parte crucial de su estrategia. Bien porque quiera jugar el papel de mediadora —y ojalá que sirviera para parar la guerra—, o porque finalmente incline la balanza, al final se encontrará como socio único de una Rusia aislada por las sanciones internacionales, pero gran productora agraria y de energía y con una fuerte industria armamentística. Los alicientes de China como potencial negociador están en la debilidad rusa tras la guerra ante un régimen de partido único, disciplinado y totalitario en el ámbito político, eficaz en el económico e incluso vanguardista en el tecnológico.

Para China, la guerra de Ucrania supone también un observatorio militar y geopolítico del que va a extraer lecciones con respecto a Taiwán, aunque de una todavía hipotética victoria rusa en Ucrania no debe deducirse mecánicamente una inmediata invasión china de la isla. No hay duda de que Pekín extraerá conclusiones prácticas de las disfunciones en la planificación militar rusa, los éxitos de la resistencia ucrania y la reacción europea, atlántica y de la comunidad internacional. Pero será el tipo de orden internacional que surja de la actual guerra de Ucrania el que determinará los márgenes de maniobra de China para hacer realidad la anexión de la isla antes de la mitad del siglo XXI.

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