Aguantar el “no lo sé” sobre Ucrania

¿Qué va a pasar ahora?, preguntamos a periódicos, políticos, amigos, analistas. Y todos tenemos que soportar la misma respuesta

Una familia de refugiados cruza la frontera de Ucrania con Polonia por el paso de Zosin, el viernes.Jaime Villanueva

Tengo un prejuicio sobre los rusos, naturalmente, infundado. Creo que son personas muy inteligentes. La clase de gente que lo sabe todo, que escribe libros muy largos, sólidos como ladrillos, personas capaces de ordenar la realidad en categorías y tocar el violín al mismo tiempo. Creo que los rusos tocan todos algún instrumento musical, otro prejuicio, ya ves. A lo mejor por eso, cuando conocí a Sergei, hace un par de semanas, me pareció tan listo. Hice mi primer amigo ruso en un parque de Madrid. Nos conocimos viendo jugar a nuestras hijas, que son superamigas. Y a mí me pareció de lo más lóg...

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Tengo un prejuicio sobre los rusos, naturalmente, infundado. Creo que son personas muy inteligentes. La clase de gente que lo sabe todo, que escribe libros muy largos, sólidos como ladrillos, personas capaces de ordenar la realidad en categorías y tocar el violín al mismo tiempo. Creo que los rusos tocan todos algún instrumento musical, otro prejuicio, ya ves. A lo mejor por eso, cuando conocí a Sergei, hace un par de semanas, me pareció tan listo. Hice mi primer amigo ruso en un parque de Madrid. Nos conocimos viendo jugar a nuestras hijas, que son superamigas. Y a mí me pareció de lo más lógico que una vez puesto en marcha su talento natural supiera lo que iba a pasar con la guerra en Ucrania.

Mi nuevo amigo decidió irse de Rusia porque quería conocer otras formas de vida, otras culturas. No huyó de nada; simplemente, se fue. Lo decidió al terminar la carrera de medicina (en ruso, claro) y se le ocurrió que estaría bien presentarse al MIR —un examen imposible en tu propio idioma— en una lengua que nunca había escuchado. Así que dedicó un año a estudiar español y otro a preparar un examen asfixiante para todos los que se atreven a enfrentarse a él. Hoy es neurocirujano en un hospital público de Madrid, gracias a que sacó una de las mejores notas de aquella promoción. Mi prejuicio se hinchaba como una vela desplegada en alta mar, mientras Sergei me contaba con humildad su historia en un castellano sin apenas rastro de acento. Evidentemente, la segunda tarde que coincidimos, no pude evitar hacer la que ya entonces —hace unas semanas— era la pregunta del año. ¿Qué va a pasar con la guerra en Ucrania?

Mi amigo ruso me miró sorprendido. “No va a pasar nada”, me informó. “Lo que sucede es que los medios europeos están obsesionados con Rusia, pero no tiene ningún sentido. Mis padres y mi familia están tranquilos, nada de esto aparece en las noticias allí. Mis amigos de Ucrania tampoco están preocupados. Rusia no quiere ser una superpotencia, es todo como de película, pero aquellos tiempos ya pasaron. ¿No crees?”. Entonces yo me asusté mucho, que es lo que pasa cuando los prejuicios se vienen abajo. La primera reacción nunca es el alivio sino el miedo. Si una persona tan inteligente y racional como mi nuevo amigo Sergei no tenía ni idea, no solo de lo que iba a pasar sino de lo que ya estaba pasando, puede que viviéramos en el peor de los escenarios posibles. Así que le hablé a Sergei de Berna Gonzalez Harbour, la periodista que anunció en este periódico el 20 de enero que ya estábamos (casi) en guerra. También de una de las portadas del mismo mes de la revista The Economist, que consistía en una ilustración de Putin sentado en un gran trono con un Kaláshnikov sobre las rodillas. “Mr Putin will see you now” era el título de la amenaza anunciada. El fondo de la portada era rosa como un chicle y la guerra parecía entonces un asunto casi pop. Sergei no se inmutó. “El tiempo lo dirá”, fue su sentencia. Entonces yo pensé en un viejo chiste para consolarme o tal vez para cambiar un prejuicio por otro. El chiste, que no conté a Sergei, dice así. “Tres hombres en una celda de la KGB se preguntan: ‘Y tú, ¿por qué estás aquí? Por criticar a Klaus Amseck; el otro: por elogiar a Amseck, y el tercero: yo soy Klaus Amseck”. Solo 15 días después de nuestra anodina conversación, lo peor ha sucedido. Porque no solo ha estallado una guerra sino la peor de las guerras posibles, una donde todos los analistas se sienten como Klaus Amseck. Las palabras “escalada”, “castigo”, “nuclear”, “desplome”, “firmeza”, “muertos”, “misiles” se mastican en los editoriales de todo el mundo. Y la inteligencia, la razón y hasta la historia se muestran impotentes para construir cualquier escenario predecible, tan insuficientes e inútiles como la poderosa inteligencia de Sergei a la hora de pensar el futuro de su propio país.

La guerra y la inteligencia solo tienen una relación interesada, poco profunda. Supongo que tenía razón Albert Camus en La peste. Otra vez. “Cuando estalla una guerra la gente dice: ‘Esto no pude durar, es demasiado estúpido’. Y sin duda una guerra es demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre”, escribió Camus. Otra vez este título sobre la mesa, otra vez la realidad se ha vuelto opaca, negra e indescifrable. Otra vez el terror de la incertidumbre. Otra vez aceptar que nadie puede saber lo que va a pasar. Otra vez soportar el “no lo sé” cosido a nuestra identidad y a nuestro mundo. Otra vez este miedo y este horror. No solo compasión y empatía con quienes están muriendo, con quienes se refugian aterrados en los túneles del metro de Kiev, sino también (incluso sobre todo) el miedo a no saber qué va a pasar, desarmados ante la arbitrariedad.

Es por eso por lo que el ataque de Putin excede a lo que sucede en Ucrania y siembra de guerra el mundo entero. Porque su ataque quiebra la predicibilidad que creíamos tener asentada y dinamita nuestro sistema de afabilidad global con la artillería simbólica más pesada: el sentido de la realidad o cuenta con la locura o no es sentido de la realidad. Putin ha conseguido que Europa tenga que decir en alto “no lo sé”, que esas tres palabras se escuchen como un eco en el discurso de Biden. No solo queremos llorar. También, y sobre todo, queremos entender. ¿Qué va a pasar ahora?, preguntamos a periódicos, políticos, amigos, analistas. Y todos tenemos que soportar la respuesta: “No lo sé”.

No lo sabemos. Y nuestro desconcierto es un arma para Putin. Él juega con el mayor prejuicio de Occidente, falso como cualquier otro: creer que la vida es predecible y que podemos proyectar el futuro. Solo nos queda aguantar nuestro “no lo sé” y rendirnos de una vez por todas a la evidencia de que el lenguaje y la acción humana tienen zonas opacas.

Estoy en Madrid, a salvo. Arropo a mis hijas por la noche y todo parece seguro en esta esquina de Europa. Entonces, una dice: “¿Te acuerdas cuando en 2019 decían que el murciélago de la covid nunca iba a llegar a España?”.

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