Abajo mascarillas

Quitarles el cubrebocas en el recreo es un gesto necesario y justo, pero se queda corto

Varios niños con mascarilla en una clase de primaria de un colegio de Galicia.Óscar Corral

“No sé cómo es la cara de mi profe”. Tiene nueve años y lleva dos con este profesor, casi un quinto de su existencia. Habla de una de las personas más importantes de su vida, con quien muchos días comparte más horas de vigilia que con sus padres, y no lo reconocería por la calle si se lo cruzase desenmascarado. Lo dijo sin darle importancia, entre el segundo y el postre, mientras su madre y yo comentábamos la última columna de Daniel Gascón, el primer alegato que leíamos a favor de quita...

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“No sé cómo es la cara de mi profe”. Tiene nueve años y lleva dos con este profesor, casi un quinto de su existencia. Habla de una de las personas más importantes de su vida, con quien muchos días comparte más horas de vigilia que con sus padres, y no lo reconocería por la calle si se lo cruzase desenmascarado. Lo dijo sin darle importancia, entre el segundo y el postre, mientras su madre y yo comentábamos la última columna de Daniel Gascón, el primer alegato que leíamos a favor de quitar las mascarillas a los niños, con el que estábamos rotundamente de acuerdo. Las cosas terribles se dicen siempre sin querer.

No insistiré en que los niños son poco contagiadores, ni en cómo han saltado las alarmas que, tras dos años de encierros y mascarillas, detectan retrasos de aprendizaje y desarrollo en la socialización de los niños. Prefiero subrayar la discriminación que sufren los alumnos de infantil y primaria: no hay otro sector donde las medidas hayan sido tan estrictas y su cumplimiento haya sido tan draconiano. Las oficinas no están obligadas a cerrar cuando hay positivos, como sí se cierran las aulas; los oficinistas tampoco han tenido que trabajar con abrigo en pleno invierno, debido a la obligación de mantener las ventanas abiertas, y han disfrutado de ocasiones sobradas para estirar las piernas, tomar café y quitarse la mascarilla un rato para fumar, alivios negados a todos los niños. Quitarles el cubrebocas en el recreo es un gesto necesario y justo, pero se queda corto.

Las autoridades han sido especialmente duras con ellos porque la escuela no le importa a nadie y no tiene fuerza para hacer que importe. Al no aportar ni una décima al PIB, no participa del dilema entre salud y economía que permite a otros sectores respirar un poco. A muchos epidemiólogos (los de verdad y los de las tertulias), que mi hijo no haya visto sonreír a su profesor —que es un tipo estupendo, capaz de ganarse el cariño de sus alumnos incluso enmascarado—, les sonará cursi y banal, pero esto ya no es solo un asunto de curvas, picos y recuentos. Como defendía Habermas, no hay ninguna cuestión social, por especializada que sea, que no pueda someterse al escrutinio democrático. En otras palabras: la epidemia es demasiado importante para dejarla solo en manos de epidemiólogos y gobernantes. Es hora de ir más allá de los decretos y las sentencias y debatir con serenidad e información todo lo que no hemos debatido en estos dos años eternos. Empezar por los niños sería una delicadeza que la sociedad les debe. @sergiodelmolino

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