‘Timpanilla’
No sirven los vomitorios de almas. Necesitamos conversaciones, no monólogos: palabras que no estén patologizadas ni sean conato de ‘performance’
Una chica está sentada en un café. Se anuncia: “Escucho gratis”. Qué buen rollo, piensa una. Luego, pese a experimentar simpatía por la gratuidad a la vez que cierta desazón por la supervivencia de psicoanalistas y confesores, me pregunto quién se sentará frente a esta mujer para contarle invenciones o angustias. Con qué intención ―burla, desahogo, curiosidad, juego…― lo haría y cuál es la dimensión de su desgracia. Dónde quedan lo que cada cual llama familia y el círculo, triángulo, polígono irregular, de las amistades. Reflexiono sobre el poder terapéutico de hablar, sobre el miedo y las res...
Una chica está sentada en un café. Se anuncia: “Escucho gratis”. Qué buen rollo, piensa una. Luego, pese a experimentar simpatía por la gratuidad a la vez que cierta desazón por la supervivencia de psicoanalistas y confesores, me pregunto quién se sentará frente a esta mujer para contarle invenciones o angustias. Con qué intención ―burla, desahogo, curiosidad, juego…― lo haría y cuál es la dimensión de su desgracia. Dónde quedan lo que cada cual llama familia y el círculo, triángulo, polígono irregular, de las amistades. Reflexiono sobre el poder terapéutico de hablar, sobre el miedo y las reservas que se pierden o se ganan al contar tus historias a alguien que no conoces y tampoco tienes intención de conocer. Cómo cada historia adquiere un valor diferente en función de quien la recibe. Prefiguramos no solo una oreja-caracola por la que se vierten palabras, sino la identidad de la cabeza y el cuerpo de quien escucha. A veces necesitamos contarle algo a alguien en particular. Tal vez no se trata de hablar, sino de comunicaros. No sirven los vomitorios de almas. Necesitamos conversaciones, no monólogos: palabras que no estén patologizadas ni sean conato de performance. También me pregunto cómo una mujer puede escucharlo todo sin dolerse. Aunque a veces oigamos sin escuchar ―esos son ruidos terribles― o escuchemos sin oír. Pese a todo, alguien debería proteger a la ingenua Timpanilla: palabras sulfúricas la pueden envenenar.
Pero ¿podríamos hablar con alguien que no llevase cartel? René Robert muere congelado en París porque nadie lo asiste durante las nueve horas que permanece tendido en la calle. Puede que un poco más allá alguien repartiera abrazos. Yo no quiero que me abracen ni que me escuchen así. Timpanilla es simulacro. Timpanilla no es divertida. Timpanilla no es buen rollo. Timpanilla forma parte de un cuento siniestro y artificioso, que se hace realidad en nuestras plazas fingidamente públicas.