Rafel Nadal, obrero y caballero
La final del Open de Australia ha sido uno de los espectáculos más bellos del mundo. No solo por las inigualables cinco horas y 24 minutos de competición
Ha sido uno de los espectáculos más bellos del mundo. No solo por las inigualables cinco horas y 24 minutos de competición que proclamaron ayer a Rafel Nadal (así le llaman en casa), Rafa, campeón mundial más campeón de la historia del tenis. Y que le consagraron como el mayor deportista español (individual) de todos los tiempos.
No solo por esa emoción. Por esa batalla agónica. Por esa determinación jamás rendida pese a las roturas y la inveterada liviandad del arco del pie. Por esa resi...
Ha sido uno de los espectáculos más bellos del mundo. No solo por las inigualables cinco horas y 24 minutos de competición que proclamaron ayer a Rafel Nadal (así le llaman en casa), Rafa, campeón mundial más campeón de la historia del tenis. Y que le consagraron como el mayor deportista español (individual) de todos los tiempos.
No solo por esa emoción. Por esa batalla agónica. Por esa determinación jamás rendida pese a las roturas y la inveterada liviandad del arco del pie. Por esa resistencia infinita de la voluntad. Por ese habilidoso esfuerzo de la experiencia ante la explosión inapelable de la juventud. Por esa hermosura lírica de juego que se abría paso a ritmo sincopado, pero seguro y se imponía dramáticamente sobre la rotundidad épica, implacable y metálica, del ruso Daniil Medvedev. No solo por eso, que lo vieron si tuvieron ocasión y les cuentan magníficamente los compas de Deportes: qué inigualable es revisitar, leyéndolas, las gestas pacíficas y educadas que hemos contemplado. No solo por eso.
La belleza más rotunda del estilo Nadal ni siquiera está en su despliegue de virtudes deportivas sobre esa pista que salpica con sus gotones de sudor. Está en el cariño filial, admirado, que regala en el gimnasio al añoso y mítico Rod Laver, cuyo nombre bautiza la cancha y al que bastantes recuerdan con sus cómplices Emerson, Newcombre y Roche en aquellos legendarios partidos de los años sesenta.
Y está sobre todo en el respeto que sus palabras improvisadas tras la victoria revelan sobre su rival derrotado. Cómplices, al compartir con él el “honor” de la final que les ha enfrentado. Modestas, al recordar que hasta muy poco antes del campeonato ignoraba si estaría en condiciones de concurrir. Agradecidas, al público que se le entregó, a diferencia de los ruidillos que este profesaba por algunas intemperancias del eslavo.
Así como el hijo pródigo de la Biblia encuentra más calor paterno cuando vuelve a casa tras una etapa de despiste, así la audacia terrenal de Rafa concita más entusiasmo porque contrasta con la percepción de su vulnerabilidad física, de su edad (10 años mayor que el ruso), de su traqueteo. Obrero en la pista, el ciudadano de Manacor es un caballero entre voleas, un tipo exquisito que jamás pronuncia palabras ofensivas. Un prescriptor de valores cívicos. O sea, todo eso que debieran practicar los intelectuales que echamos en falta.