Editorial

El Reino Unido en su laberinto

Ni en la Casa de Windsor ni en Downing Street encuentra el ciudadano británico hoy la solidez institucional esperada

El reloj de la torre del Parlamento de Westminster, el lunes.DANIEL LEAL (AFP)

La democracia parlamentaria del Reino Unido ha sido capaz de sobrevivir a las etapas más convulsas de la historia contemporánea de Europa sin romper su continuidad. Su sistema de gobierno le ha dotado de una flexibilidad de la que no disponen otras naciones más atrapadas en su armazón legal y su rigidez constitucional. Por eso, cuando la excentricidad, la megalomanía o la impopularidad de un político o de un personaje pú...

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La democracia parlamentaria del Reino Unido ha sido capaz de sobrevivir a las etapas más convulsas de la historia contemporánea de Europa sin romper su continuidad. Su sistema de gobierno le ha dotado de una flexibilidad de la que no disponen otras naciones más atrapadas en su armazón legal y su rigidez constitucional. Por eso, cuando la excentricidad, la megalomanía o la impopularidad de un político o de un personaje público comienzan a ser un problema, el sistema no duda en soltar amarras y pasar a otra fase. En el caso de Boris Johnson, ya se vislumbran sus idus de marzo. En el caso del príncipe Andrés, inmerso en un escabroso juicio en el que está acusado de abuso sexual a una menor, Isabel II ha dejado claro en las últimas horas que el principal objetivo de la Casa de Windsor es asegurar su propia supervivencia, caiga quien caiga.

El político conservador ha sido el más popular de las últimas décadas, pero ha logrado tensionar con su comportamiento todas las instituciones de dentro y de fuera del país. Forzó la intervención del Tribunal Supremo cuando impuso unilateralmente el cierre de la actividad parlamentaria para poder sacar adelante sus planes del Brexit. Los propios magistrados tuvieron que inventar un artificio jurídico que preservara a la reina, a la que Johnson implicó en aquel abuso de autoridad. Provocó más tarde una rebelión en las bancadas de la Cámara de los Comunes, cuando quiso cambiar la ley para salvar a un diputado corrupto —Owen Paterson— y, de paso, protegerse a sí mismo de investigaciones futuras. Ha sido capaz de abrir una fractura emocional y política entre el Reino Unido y la Unión Europea como nunca hubo antes. No ha sido el divorcio del Brexit, sino las marrullerías, medias verdades y matonismo con que Londres ha gestionado el desarrollo acordado de la separación lo que ha llegado a causar un distanciamiento que necesitará al menos de una generación para ser reparado. Finalmente, el escándalo de las fiestas prohibidas en Downing Street, mientras los británicos sufrían un confinamiento que no les permitía siquiera decir adiós a sus seres queridos, ha quebrado el hechizo de Johnson. Los diputados conservadores han recibido infinidad de cartas de sus votantes con expresiones de rabia, frustración y desengaño. El político que garantizaba victorias electorales con su carisma y simpatía se ha convertido en un problema del que, tarde o temprano, deberán deshacerse.

La urgencia que asola al palacio de Buckingham es distinta, aunque igual o más grave. Isabel II mantiene hoy una popularidad inquebrantable y ciudadanía e instituciones se volcarán en 2022 para celebrar su Jubileo de Platino, los 70 años del reinado más longevo de la historia. Pero el futuro de la institución no está asegurado, a no ser que las nuevas generaciones corten de raíz con los abusos de los últimos años y vuelvan a demostrar su utilidad. Por eso Guillermo de Inglaterra, el segundo en la línea de sucesión, ha sido pieza decisiva a la hora de imponer a su tío Andrés un riguroso ostracismo social y público.

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