Beatona

Pertenecer a la iglesia algorítmica nos ayudará, con sus tutoriales, a construir la casa cuando surquemos el océano para fundar un nuevo mundo tecnológicamente confesional

Una mujer mira el móvil mientras camina.Mikhail Tereshchenko (Mikhail Tereshchenko/TASS)

“El móvil es un instrumento de dominación. Actúa como un rosario.” Con su razonamiento, Byung Chul-Han enfoca hacia la consagración de lo ausente frente a lo presente, de lo lejano frente a lo próximo. Tecnología y algoritmo son ojo de Dios. Damos importancia a lo que no se puede tocar y, en ese camino de telecomunicación ascética que enriquece a las empresas del sector, olvidamos el clímax místico: el orgasmo se halla en el proceso, en la dilatac...

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“El móvil es un instrumento de dominación. Actúa como un rosario.” Con su razonamiento, Byung Chul-Han enfoca hacia la consagración de lo ausente frente a lo presente, de lo lejano frente a lo próximo. Tecnología y algoritmo son ojo de Dios. Damos importancia a lo que no se puede tocar y, en ese camino de telecomunicación ascética que enriquece a las empresas del sector, olvidamos el clímax místico: el orgasmo se halla en el proceso, en la dilatación del no estar, en lo inmaterial que, sin paradoja, cristaliza en incremento positivo de la factura. El afecto por quienes no están aquí ―da igual que sea en el cielo o en Pernambuco, y esa indiferencia entraña una pregunta sobre el significado de morirse― se traduce en capitales. La lógica económica de las iglesias se vincula con este género de publicidad filantrópica. El amor y la confianza en que no estás sola, aunque estés más sola que la una, hija mía, descansan en la explotación del coltán en el Congo. Ahora los rosarios no son de nácar.

Que el smartphone sea un rosario tiene implicaciones más allá del solapamiento entre lo invisible que se invoca en la oración y el poder de un rostro pixelado, aunque todo el mundo conozca raza, sexo y tendencia política del hechicero que se encierra en el garaje. Se llama Algoritmo Smith. La fuerza del smartphone responde a la necesidad de tener en la mano algo que relaja, ahora que ya casi nadie fuma, y provoca el mismo efecto adictivo que el tabaco y las opiáceas religiones: la realidad se difumina entre botafumeiro y humo. La reconcentración en un mundo interior, conectado al cosmos intangible de las redes, nos salva de sentirnos a solas en una sala de espera o de mirar en un vagón a la durmiente que vuelve a casa después del trabajo. La gente próxima es una amenaza. No me toques. Acariciamos nuestro móvil y nos vamos de allí. Los niños de La bruja novata frotaban el boliche de su camita y se marchaban volando. Los genios salen de la lámpara, después de sacarle brillo, y nos salvan la vida, buscan un taxi, recuerdan el nombre de la capital de Eslovenia. Nos guardan secretos a voces, contados en registro autobiográfico, por los que expiaremos una culpa. Somos elegidos y elegidas, pero no hay que equivocarse con las teclas pulsadas, los tres deseos y la aceptación de las cookies. Si yerras, las voces de un limbo comercial deslocalizado colapsarán tus receptores cerebrales: “Piiii, ¿Es usted la titular de la línea?”. En el deslizamiento del dedo sobre la pantalla experimentamos calma: la repetición de estribillos del Candy Crush ―Dios te salve―, la euforia por la eliminación de toda la gelatina, conducen a la ataraxia; pero, de noche, bajo los párpados, brilla el verde flúor del caramelo. Nuestros teléfonos inteligentes son brújula trucada que nos dirige hacia el lugar patrocinado. Necesitamos la inmortalidad del otro lado del espejo, la invulnerabilidad del avatar a los accidentes, la parafinada belleza de los filtros. Un sistema de defensa que, como señala Byung, vigila y reprime. Pertenecer a esta iglesia algorítmica nos ayudará, con sus tutoriales, a construir la casa cuando surquemos el océano para fundar un nuevo mundo tecnológicamente confesional. El ateísmo es una ideología en extinción. Beatas y fieles hacemos cola para adquirir el obsolescente fetiche de cuentas líquidas.

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