Sierra Bermeja
Mi instituto llevaba el nombre del paraje malagueño arrasado ahora por un incendio; las mismas palabras cobran sentidos nuevos con la experiencia vivida y el paso del tiempo
Sierra Bermeja era el nombre de mi instituto. Cuando atravesé por primera vez sus puertas, estrenando mi adolescencia, no pasaba por mi cabeza que a pocos kilómetros había un paraje natural al que debía su nombre. En esa época, no ya mi ciudad, sino mi barrio, Ciudad Jardín, era un mundo, mi calle era el mundo. Así se explicaba la incredulidad de compañeros y compañeras a los que les contaba la decisión firme de que me iría a Madrid a estudiar periodismo cuando se acabas...
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Sierra Bermeja era el nombre de mi instituto. Cuando atravesé por primera vez sus puertas, estrenando mi adolescencia, no pasaba por mi cabeza que a pocos kilómetros había un paraje natural al que debía su nombre. En esa época, no ya mi ciudad, sino mi barrio, Ciudad Jardín, era un mundo, mi calle era el mundo. Así se explicaba la incredulidad de compañeros y compañeras a los que les contaba la decisión firme de que me iría a Madrid a estudiar periodismo cuando se acabase el instituto. Sierra Bermeja era un puente capaz de conectar la infancia en un barrio obrero con la posibilidad de una vida adulta plena de pasión y reconocimiento.
Recuerdo el gigantesco tamaño de los libros de Primero, sensación a la que ya me acostumbraría el resto de mis años de estudio. También a mi profesora de lengua, que me animó a superar mi letra de niño —yo he terminado convirtiéndola por mi cuenta en otra, desordenada y caótica—, mientras decía sin poder disimular algunas veces cierto aliento a aguardiente: Antoñito de la Torre, que siempre tiene una respuesta para todo…
Tampoco olvidaré jamás la fascinación que me provocó la Química y especialmente la Física de segundo curso. Allí descubrí que se podía calcular y medir cualquier hecho, cualquier acto, desde el más simple (el calor que puede desprender un chasquido, o medir la fuerza que tengo que aplicar en los dedos para conseguir un sonido audible) hasta la energía global que hay en el universo conocido. Aún hoy me sigue generando fascinación.
Esa combinación de matemáticas e imaginación para comprender el mundo continuó atrayéndome cuando cursé tercero y empecé incluso a tener sueños en los que viajaba al infinito hasta que en un momento me despertaba. En los exámenes me atrevía con la manera más corta de resolver un enunciado. En una ocasión, probé algo distinto para calcular la tangente a una circunferencia y me aprobaron un examen de cuatro preguntas de las que solo había respondido dos. Eso, y también el reproche público de Pepe número (sí, así de original fue el que le puso el mote): al mínimo esfuerzo, al mínimo esfuerzo, pudiendo sacar matrícula de honor…
Y llegó el cuarto y último año, COU. Gracias a la pasión de Luis Baena del Alcázar, el profesor de Historia del Arte, descubrí decenas de palabras entonces ignotas para mí, la capacidad de conocer la creación artística de la humanidad a lo largo del tiempo. Lo reconocible de todas las artes en cualquier lugar del planeta, a través del elemento unificador del lenguaje. Ya en esa época buscaba en la vida una forma de reconocerme en lo colectivo, ser individuo y a la vez asumir la necesidad de compartir. Me resultaban actitudes antagónicas y complementarias a la vez. En Sierra Bermeja me abrí al amor idealizado, tan hermoso y conceptual como irrealizable. Pero eso solo ahora lo sé.
El tiempo que pasé en el Sierra Bermeja se nutrió del sueño de trascender mi clase social. La Complutense era mi Ítaca y mi tiempo en aquel instituto cuatro años de ilusión por algo indescifrable, desconocido y emocionante que estaba por venir. También ahí, en plena apertura a la vida, conocí la inmediatez de la muerte. Entre varios compañeros a los que admiraba destacaba uno: Andrés. Era guapo, extrovertido, cariñoso, empático, deportista, popular… y un ejemplo de precocidad en el tránsito a la edad adulta con plan trazado al acabar el bachiller: ingresaría en la Academia de la Guardia Civil. Nunca llegó a terminar esos estudios. Se apellidaba Fernández Pertierra y fue asesinado en un atentado terrorista en Madrid. Era julio de 1986.
Dos meses después, un 14 de octubre, llegué yo a la capital con una mayoría de edad sólo reflejada en mi carnet, la precariedad como único uniforme y el ansia de descubrir cosas, y entre ellas la corriente filosófica que llamaban estructuralismo y partía de un curso de lingüística general publicado en 1916. Allí Ferdinand de Saussure defendía que sin lenguaje no hay pensamiento. Cuando oí hablar por primera vez de esta teoría la cabeza me dio un vuelco y seguí dándole vueltas al tema, recurrentemente. Aún lo sigo haciendo. La idea —según la recuerdo— es que gracias al lenguaje le damos entidad y contenido a cualquier pensamiento y sin él, sin el lenguaje, el pensamiento es imposible. Si no supiéramos nombrar, por ejemplo, a un león, el león no existiría como tal.
Nos explicamos la vida; la propia existencia es en sí, un relato. Y como tal, se transforma, se confunden los recuerdos con la realidad. Pero sobre todo nos la contamos, y por tanto, la vivimos a través de las palabras. Los años no solo han pasado por mí, también por el lenguaje que ha ido formando mi mundo y con el que he ido contándolo.
Estos días las palabras Sierra Bermeja me han servido para descubrir otras que se empiezan a usar con un significado perturbador: pirocúmulos, incendios de sexta generación… Sierra Bermeja vuelve a mi mente. Treinta y cinco años después. Lo que antes era ilusión y curiosidad, ahora es desesperanza y desolación.
Antonio de la Torre es actor y licenciado en Ciencias de la Información.