Cachorros
El domingo fui a la plaza con un cachorro humano. Hacía más de veinte años que no pasaba horas con alguien de esa edad: desde que mi hermano menor era pequeño
El domingo fui a la plaza con un cachorro humano. Hacía más de veinte años que no pasaba horas con alguien de esa edad: desde que mi hermano menor era pequeño. A partir de entonces, me cuidé de exponerme al contacto excesivo con alguien de dos, de cinco años. Hay algo que me agota en los cachorros. Lo que todos perciben con ternura ―monigotadas, ocurrencias― a mí me parece de lo más normal: una consecuencia del desarrollo, nada digno de celebración (excepto de una celebración monstruosa: ¡está vivo!). Les endilgo, además, intenciones que quizás no tengan: manipulación emocional, por ejemplo, s...
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El domingo fui a la plaza con un cachorro humano. Hacía más de veinte años que no pasaba horas con alguien de esa edad: desde que mi hermano menor era pequeño. A partir de entonces, me cuidé de exponerme al contacto excesivo con alguien de dos, de cinco años. Hay algo que me agota en los cachorros. Lo que todos perciben con ternura ―monigotadas, ocurrencias― a mí me parece de lo más normal: una consecuencia del desarrollo, nada digno de celebración (excepto de una celebración monstruosa: ¡está vivo!). Les endilgo, además, intenciones que quizás no tengan: manipulación emocional, por ejemplo, si me dicen “te quiero” o se abrazan a mis piernas. Me siento desinteresada por sus habilidades: si trepan a unas barras con destreza, lo veo como el resultado lógico de haber practicado mucho. Cumplo con todos los requisitos que debe cumplir un adulto que acompaña a un cachorro humano a una plaza (el principal, no quitarle el ojo de encima): aplaudo si salta y cae de pie desde una altura de veinte centímetros, digo “qué bien” si puede subir una escalera sin descalabrarse, salto con entusiasmo cuando se desliza hacia abajo en el tobogán (un destino inevitable si se tiene en cuenta la ley de gravedad), canto La gallina turuleca cuando doy vueltas en la calesita, colaboro con entusiasmo en el subibaja. Pero mientras cumplo con esos requisitos me siento más y más vacía. Veo las plazas repletas de adultos festejando a niños que aprenden a estirar las piernas para hamacarse más alto, toda esa algarabía por ver cómo crece lo que trajeron al mundo, ese cachorro que será quizás presidente o quizás tirano o quizás profesora de colegio con mala onda, tan contentos como si estuvieran seguros de que va a ser cantante de rock, médico prestigioso, premio Nobel, miembro de ONG internacional. Hay algo en ese paisaje humano que me resulta desolador. Yo creo que es el tamaño de la esperanza.