Septiembre
No hay nada más viejo que una foto de ayer en nuestros paraísos el día de la vuelta a nuestros infiernos
Estaban, casi glúteo con glúteo, acampados al lado de mi toalla. Bueno, de mi mandala: esa especie de colcha de matrimonio que tiramos a la arena con la ilusión de acotarnos una parcela de falsa intimidad en la playa. No es que yo hiciera por mirarlos ni escucharlos, malpensados, pero resultaba imposible apartar la vista y el oído de ellos. Eran dos parejas maduras con hijos adolescentes, vecinos de una ciudad de secano, que habían coincidido de vacaciones en una isla paradisíaca y trataban de mantener, en taparrabos, la misma imagen ideal que quieren dar de sí mismos en ropa de calle el resto...
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Estaban, casi glúteo con glúteo, acampados al lado de mi toalla. Bueno, de mi mandala: esa especie de colcha de matrimonio que tiramos a la arena con la ilusión de acotarnos una parcela de falsa intimidad en la playa. No es que yo hiciera por mirarlos ni escucharlos, malpensados, pero resultaba imposible apartar la vista y el oído de ellos. Eran dos parejas maduras con hijos adolescentes, vecinos de una ciudad de secano, que habían coincidido de vacaciones en una isla paradisíaca y trataban de mantener, en taparrabos, la misma imagen ideal que quieren dar de sí mismos en ropa de calle el resto del año. Se notaba que se conocían, pero no eran tan íntimos. Los padres hablaban poco: ora comentaban el tiempo, ora dormitaban. Las madres, sin embargo, rajaban por los codos: que si los líos del curro, que si los achaques de los abuelos, que si las cosas de los niños. Los niños: dos pavos y una pava al filo de la mayoría de edad legal, que no de la otra, se ignoraban ostentosamente con cara de preferir estar encerrados en un sótano ciego con un asesino en serie antes que tener que pasar la mañana con sus viejos en una cala de ensueño sin cobertura en el iPhone.
La estampa era hipnótica, ya digo. Entre las hordas de parejas felices y niños rubísimos de esa playa pijísima, esa dinámica de grupo era puro realismo sucio. La chica, todo el rato de morros por nada. Los chicos, instalados en un eterno no a todo. Las madres, haciendo malabares, contando hasta mil, midiendo las palabras, tragando quina a litros y poniéndose las últimas de todas las listas de prioridades con tal de que todos estuvieran contentos o, al menos, lo parecieran. Sospecho que estaban atacadas perdidas, pero también sé que añorarán ese día como uno de los más felices del año cuando el día menos pensado les salte la foto en el móvil. Y lo sé porque yo también tengo selfis de ese día, despatarrada viva con mis pavas en nuestro mandala bregando con nuestras propias mandangas. Solo hace unos días y parecen siglos. No hay nada más viejo que una foto de ayer en nuestros paraísos el día de la vuelta a nuestros infiernos. Ánimo. Ya queda menos para los puentes de otoño.