El pazo de Meirás, espacio de memoria democrática

Al recuperar la propiedad de Emilia Pardo Bazán para el disfrute público no se puede prescindir del legado que el dictador dejó en la propiedad y su significado histórico

EULOGIA MERLE

El pazo de Meirás es un elemento muy reconocible en nuestro paisaje. En el paisaje geográfico de quienes habitamos sus contornos y en el paisaje simbólico de varias generaciones enteras. En el imaginario colectivo de un pueblo que conoció Meirás a través del NO-DO. ...

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El pazo de Meirás es un elemento muy reconocible en nuestro paisaje. En el paisaje geográfico de quienes habitamos sus contornos y en el paisaje simbólico de varias generaciones enteras. En el imaginario colectivo de un pueblo que conoció Meirás a través del NO-DO. El edificio de tres torres posee poderosas connotaciones ante las que casi nadie es indiferente. Prueba de ello es la relevancia mediática de todo cuanto ocurre dentro y alrededor de sus muros. Los debates —viejos y nuevos— que surgen en torno a su pasado, a su situación presente y a sus perspectivas de futuro.

Durante cuatro décadas, Meirás ha sido la residencia estival de un dictador. Cada verano, sus puertas se abrían a la llegada de Francisco Franco y de esa especie de corte que lo rodeaba, imagen y representación de un régimen tan ligado a su figura que los límites entre la persona y el jefe del Estado, entre lo privado y lo público, apenas se percibían. La propia denominación de franquismo resulta muy expresiva en este sentido. Como también el hecho de que en el pazo funcionase una explotación agropecuaria de la que Franco extraía beneficios económicos, pero que era gestionada por el Estado, que aportaba personal, semillas, ganado e infraestructuras. Todo ello para que, al final, fuese el propio Estado el comprador de parte de su producción de huevos y de leche. Y para que, cerrando el círculo, el destino de esa leche y de esos huevos fuese la propia mesa del pazo en la que el dictador nutría en idéntica proporción su estómago y su cuenta corriente. Una realidad que permite comprender desde la raíz algunos de los males del presente: la corrupción, el clientelismo...

También lo ocurrido en las décadas siguientes a la muerte del dictador ayuda a entender lo que somos como sociedad. El pazo de Meirás, heredado por la familia del dictador, se convierte en símbolo de impunidad de la dictadura. En una punzada dolorosa para muchas personas a las que no se les había permitido cerrar las heridas abiertas. Tan solo taparlas, envolverlas en varias capas de olvido. Pronto surge el debate acerca de la propiedad del edificio, la reivindicación de que la familia Franco deje de poseerlo como único modo de romper con esa impunidad lacerante y construir en torno a él un escenario de paz, concordia y justicia. Y es que la carga simbólica de Meirás, como espacio asociado a una dictadura represiva, impedía cerrar los ojos y pasar página.

Meirás estaba —y está— asociado a demasiados episodios dolorosos. En 1938, en plena Guerra Civil, en una Galicia controlada por los sublevados y sometida a toda la intensidad de su aparato represivo, las élites coruñesas promovían su donación al jefe del Estado. Su adquisición y reforma era costeada con aportaciones forzosas. Con el dinero, en no pocos casos, de personas obligadas a entregar parte de lo poco que poseían para agasajar al máximo representante de una dictadura que les había quebrado la vida por la mitad, que había asesinado, encerrado o enviado al exilio a alguno de los suyos, en una comarca caracterizada en los años previos por su dinamismo político y el fuerte arraigo del sindicalismo anarquista. “Ha resultado que han contribuido al regalo, no los buenos españoles que le quieren, sino todos, buenos y malos”, señalaba el informe confidencial de un teniente coronel preocupado por la imagen del régimen que se estaba proyectando. “La cifra gastada en el pazo es de tal magnitud que si se supiese causaría asombro”, añadía.

Además, para agradar al matrimonio Franco-Polo, la finca, de seis hectáreas, era ampliada a costa de la toma de tierras colindantes y del medio de vida de varias familias. Incluso de una casa, desalojada por la fuerza. De este modo pagaba el vecindario el nuevo destino de las torres. Y no sólo así. La presencia anual del dictador en Meirás implicaría una persistente represión y vigilancia sobre la población, con personas encarceladas de modo preventivo cada verano o con la obligación de aclamar a Franco en su llegada y de engalanar ventanas y balcones con banderas de España. “Todos los habitantes de casas colindantes con calles y plazas de esta Villa de Sada se proveerán […] de la tela necesaria para que en sus casas […] luzcan colgaduras de los colores nacionales. […] Transcurrido el plazo señalado se procederá a recorrer las casas de los vecinos para sancionar a los que no hayan cumplido lo que se ordena”. Con esta contundencia se expresaba en sus bandos el alcalde de Sada.

Las primeras reclamaciones nacían de la constatación de todos estos episodios, transmitidos en voz baja hasta incrustarse en la memoria colectiva. Y hasta cristalizar en una resolución judicial —todavía no firme— en la que se acreditaban estos hechos históricos y otros relevantes desde el punto de vista moral y jurídico. Por una parte, la escritura que hacía poseedores del pazo a Franco y a su familia era fraudulenta. Además, el Estado lo había gestionado como un edificio público durante la dictadura. Hoy es patrimonio colectivo. Y lo es como producto de esa reivindicación persistente del pueblo gallego. El pazo de Meirás es un espacio cargado de memoria, como otros lugares ligados a la biografía de dictadores. Pero cuenta con una afortunada singularidad: tiene un pasado propio, desligado de la figura de Franco. Las propias Torres fueron diseñadas y construidas por Emilia Pardo Bazán y por su madre, y la escritora las habitó entre 1907 y 1920. En su finca se ubica —todavía en pie— la vieja casona familiar, fortaleza bajomedieval reconvertida en pazo primero y luego en Granja, en la que pasó buena parte de su vida y produjo muchas de sus obras.

En los últimos meses se ha escrito mucho acerca del futuro del pazo, desde perspectivas diferentes. Defendiendo que la resignificación de ese espacio se centre en la figura de Pardo Bazán, no falta quien atribuye a las cuatro décadas de dictadura la categoría de “anécdota”, “paréntesis”, “período irrelevante” dentro de la historia de Meirás. Quienes escribimos el presente artículo no podemos compartir una opinión que reduce a “anécdota” una etapa que ha ocasionado tanto sufrimiento. Un período en el que Meirás ha adquirido una carga simbólica que es necesario explicar. Que ha modificado Meirás para siempre. Hoy resultaría inviable, por ejemplo, utilizar sus jardines como escenario de un audiovisual que nos retrotrajese a época de Pardo Bazán. Aparecerían en cada plano innumerables elementos de patrimonio cultural gallego expoliados por el matrimonio Franco-Polo. Tampoco se podría realizar una visita guiada —salvo que se prescinda del rigor histórico— sin detenerse en procesos que, después de 1938, han dejado una huella imposible de borrar. Flaco favor se le haría a la memoria de Pardo Bazán atribuyéndole realidades que ya no son las suyas. De hecho, algunas de las propuestas que pretenden minimizar los contenidos relacionados con el período dictatorial, están formuladas desde el desconocimiento de la compleja historia del conjunto arquitectónico.

No seremos nosotros quienes pretendamos negar la relevancia de la escritora ni su vínculo con Meirás, ni negar su presencia indiscutible en el futuro del pazo. Es más, es el asociacionismo memorístico quien está reivindicando en solitario la permanencia del legado material de la autora en un momento en el que persiste la posibilidad de que la familia Franco lo traslade a otro lugar. Lo que nos sorprende es la proliferación reciente de campañas para evitar que el análisis, estudio y comprensión de la dictadura tenga un papel relevante en Meirás cuando hasta hace poco el inmueble seguía en manos de los herederos del dictador. Parece que esto último resultaba menos molesto que el hecho de que se pueda convertir en un espacio de memoria democrática, cuando son tantas las razones por las que entendemos que Meirás ha de ser precisamente esto. Porque lo exige su propia historia, sus características actuales, producto de esa historia, y el motivo que ha determinado que sea patrimonio público. Porque estamos tremendamente necesitados de referentes espaciales que, de modo didáctico, normalicen la relación de nuestra sociedad con su pasado complejo desde una perspectiva inequívocamente democrática y de promoción de los derechos humanos. Y porque el conjunto arquitectónico del pazo de Meirás posee unas características que lo convierten en el lugar idóneo para explicar y comprender el funcionamiento de una dictadura que ha dejado marcas profundas. Para explicarnos y comprendernos a nosotros mismos.

Manuel Pérez Lorenzo y Carlos Babío Urkidi son autores de la investigación Meirás: un pazo, un caudillo, un espolio.

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