¿Te lo vas a perder?
En maternidad no es cuestión de esconder el reloj, el tic tac se sigue escuchando, hay que aprender a vivir con él sin mercantilizar
No sé si les ha ocurrido a ustedes: están en una habitación de hotel y es de noche. Luces apagadas, un manto de oscuridad solo roto por ese punto rojo del televisor. Reina una cierta paz y no hay, aparentemente, ruidos. O sí. Porque de repente, como de la lejanía, se empieza a escuchar algo. Es el tic tac casi imperceptible de un reloj y al principio, enredado ya entre sábanas, uno trata de convencerse de que ya dejará de escucharlo. No recuerda, sin embargo, que eso ya le ha ocurrido en otras ocasiones y que existe una ley no escrita que afirma que una vez se empiezan a escuchar determinados ...
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No sé si les ha ocurrido a ustedes: están en una habitación de hotel y es de noche. Luces apagadas, un manto de oscuridad solo roto por ese punto rojo del televisor. Reina una cierta paz y no hay, aparentemente, ruidos. O sí. Porque de repente, como de la lejanía, se empieza a escuchar algo. Es el tic tac casi imperceptible de un reloj y al principio, enredado ya entre sábanas, uno trata de convencerse de que ya dejará de escucharlo. No recuerda, sin embargo, que eso ya le ha ocurrido en otras ocasiones y que existe una ley no escrita que afirma que una vez se empiezan a escuchar determinados ruidos es imposible dejar de hacerlo. La única solución es encender la luz, abandonar la comodidad de las sábanas y levantarse para salir en busca de la fuente de tan insidioso ruido, que cada vez se escucha con más ímpetu.
Ocurre también con el goteo de un grifo mal cerrado o con determinadas cosas que se cruzan en nuestro campo de visión, como esa minúscula mancha de humedad sobre la pared del baño. Me pasó también en la apacible sala de espera de una clínica pintada de colores pastel. Sobre la mesa central vi varios folletos diseminados. En uno de ellos, una circunferencia perfecta: la mitad era un pastel de cumpleaños de chocolate con sus pertinentes velas y virutas de colores. La otra media era un óvulo. Pastel y óvulo formaban un hermoso círculo sobre el que se imprimía el siguiente mensaje: “¿Sabes que tus óvulos también cumplen años?”. Al lado del folleto, imagino que para reforzar el mensaje, otra variante del mismo. Circunferencia perfecta, una mitad la ocupaba la textura acuosa de un óvulo y la otra estaba dividida en tres de aquellos coloridos triángulos de los quesitos del Trivial. La advertencia rezaba así: “¿Cuál es la respuesta a tu problema para ser madre?”.
Cumplí años hace poco y soplé las velas pensando en los óvulos y en el trivial, en el cúmulo de decisiones, buenas y malas, que la llevan a una a estar mirando embelesada los folletos de una clínica de reproducción asistida mientras resuenan palabras nuevas —preservación de la fertilidad, hormona antimulleriana, reserva ovárica, vitrificación, inseminación, folículo—, pero pensando también inevitablemente en aquella ginecóloga que, un par de años atrás, mientras me hacía una ecografía me dijo resignada y con tristeza que las mujeres de hoy en día dejábamos lo importante para más tarde. Empezó con la conocida retahíla: “Os dijeron que podíais tenerlo todo, que tendríais tiempo. Pues no. Tantas carreras, másteres, tanto éxito…” Y yo me quedé callada, sin preguntarle a qué se refería con éxito, y salí de ahí sintiéndome miserable y sobre todo cansada de tanto eslogan, de la violencia del “se te va a pasar el arroz”, de la ansiedad de que no queda nunca tiempo, o eso dicen, y de la mercantilización constante de las expectativas de compra de todo lo que no es un coche o una casa, es decir, de todo lo verdaderamente importante. De lo que en realidad, debido a su naturaleza, no puede comprarse.
De los pasillos de las clínicas de reproducción asistida y fertilidad suelen colgar fotos de niños rubios de ojos azules y de mejillas arreboladas que a mí me hacen pensar en angelotes bonachones. También fotos de parejas que sostienen a esos muñequitos rosados sobre un suelo mullido de césped de un verde sobrenatural. Además, con un poco de suerte, es posible que cualquiera de los autobuses que tomes para regresar a casa pase por un edificio nuevo: otro centro de reproducción asistida recién inaugurado. Ocupando las amplias cristaleras del chaflán, llama la atención el fondo rosa y un gigantesco bebé adormecido, como en una de esas imágenes naifs de la fotógrafa Anne Geddes. Da la sensación de que si entras en la clínica puedes salir con uno de esos bajo el brazo: tan fácil como ir al supermercado a por una lata de espárragos. “¿De verdad te lo vas a perder?”, parece decir ese bebé. Le faltaría, para el chantaje perfecto, aquella frase efectista que tanto escuché en la infancia: “¿y quién va a cuidar de ti cuando seas mayor si no tienes hijos?, ¿con quién celebrarás cumpleaños y fiestas de guardar?”.
No me imagino una vida orquestada con vistas a la vejez y a una no-soledad planificada, pero quizás, en última instancia, lo que recuerda el folleto del pastel es que puedes terminar pasando un cumpleaños sola. Y otro. Y después otro. Para ser justos, también es cierto que más allá de la presión social y publicitaria, también hay otros especialistas que recuerdan que hay tiempo, que no reparten ansiedad a base de frases hechas. Porque no es cuestión de esconder el reloj, el tic tac se sigue escuchando, cualquiera que haya escondido un reloj en un cajón lo sabe. Hay que aprender a vivir con él, con lo que eso cuesta, pero sin tanta violencia, sin mercantilizar ni jugar con aquello que más humanos y vulnerables nos hace.
Laura Ferrero es escritora. Su último libro es La gente no existe (Alfaguara).