El eslogan político de Brasil para las elecciones: “Cualquiera es mejor que Bolsonaro”
El país necesita de más poesía y menos prosa envenenada. Necesita más cultura y mejor educación
A pesar de que falta un año y medio para las elecciones presidenciales, toda la política brasileña está con los ojos puestos en esa fecha para saber si Bolsonaro será o no reelegido y poder así recuperar la normalidad democrática, hoy amenazada.
Mientras tanto, Bolsonaro sigue acariciando su sueño de que, antes de la reelección, la gente se eche a la calle para poder usar las Fuerzas Armadas a las que él llama su ejército. Lo más grave de lo que desea el presidente es que se generen tumultos callejeros provocados por los millones de brasileños que cada día entran en el infierno del hamb...
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A pesar de que falta un año y medio para las elecciones presidenciales, toda la política brasileña está con los ojos puestos en esa fecha para saber si Bolsonaro será o no reelegido y poder así recuperar la normalidad democrática, hoy amenazada.
Mientras tanto, Bolsonaro sigue acariciando su sueño de que, antes de la reelección, la gente se eche a la calle para poder usar las Fuerzas Armadas a las que él llama su ejército. Lo más grave de lo que desea el presidente es que se generen tumultos callejeros provocados por los millones de brasileños que cada día entran en el infierno del hambre y del desempleo. Su sueño es que haya una rebelión para usar la fuerza y para vengarse de los gobernadores y alcaldes que con la pandemia se han visto obligados a seguir las consignas de la ciencia y de la medicina.
El presidente necesita enemigos, verdaderos o inventados, contra quien guerrear.
De ahí su insistencia en amenazar con el uso del Ejército. Cuando dice que la medicina contra la pandemia podría arrastrar a la gente a “saquear mercados y provocar violencia”, lo que lo obligaría a usar el Ejército, da la impresión de que es una provocación.
Es curioso que acuse a los gobernadores y alcaldes de haber provocado hambre y desempleo en el país para combatir la pandemia. Su tesis es que ello sería un modo para poder culparlo de haber quebrado la economía y así debilitarlo en vistas a la reelección con la que sueña día y noche. Parece que todas sus decisiones están llamadas a combatir el miedo de perder el poder al que llegó a pesar de su insignificancia como político y como estadista y que ha arrastrado a Brasil a ser ante el mundo un paria que, a pesar de ser capaz con sus riquezas de dar de comer a medio mundo, permite que la mitad de la población sufra de hambre.
Si Bolsonaro fuera un jefe de Estado normal lo que debería haber hecho ya, como está haciendo el presidente de EE UU, Joe Biden, es tasar las grandes fortunas y aumentar los impuestos de los más ricos para que nadie, a pesar de la crisis sanitaria, pase dificultades y se vean obligados a escarbar en los basureros en busca de restos de comida.
Bolsonaro no necesita inventarse enemigos o culpables de la tragedia que azota al país. Lo que necesitaría y no tiene es la capacidad política o administrativa para gobernar un país que siendo una de las mayores potencias del mundo deja que millones de personas sufran de hambre.
Las más de 400.000 muertes de la pandemia que, según los expertos, podrían llegar a un millón, suponen una triste y lúgubre procesión de ataúdes para los que ya no hay suficientes cementerios. La sociedad sabe que parte de la culpa de esta masacre la tiene el presidente. En el Congreso siguen lloviendo las peticiones para sacarlo del poder mientras el Senado acaba de abrir una investigación sobre su conducta en la gestión de la crisis.
¿Es posible que ante todo ese fracaso en el Gobierno el capitán pueda llegar a disputar la reelección y los militares sigan con él a costa de manchar a la institución? Triste paradoja que Brasil se ve arrastrado a soportar. ¿Hasta cuándo? Que el mundo del mercado y las finanzas no sigan coqueteando con las locuras guerreras de Bolsonaro porque podrían ser las primeras en pagar el precio de su falta de Gobierno. Por lo pronto, la participación del capital extranjero en Brasil ha caído del 70% al 30% en los últimos años.
Cada día que pasa y que Brasil deja impunemente que el presidente siga con su política de guerra y de arrastrar al país a la desesperación del hambre y el desempleo, que ya castiga a la mitad de la población, es un golpe injusto para un país que pide pan y trabajo y a cambio recibe armas y amenazas de guerra civil. Ese no es el Brasil verdadero que ya admiró el mundo. Es la triste caricatura de lo que fue su gloria y su poder.
Brasil está en una encrucijada peligrosa. El país necesita con urgencia una reconciliación nacional e internacional. Se trata de dos medidas que cada día que pasa de este Gobierno, que es ya un Gobierno militar, parecen más lejanas. Brasil se ve, en efecto, cada vez más lejos de que quienes lo gobiernan hagan que el país vuelva a recuperar su unidad y su prestigio mundial.
La política de Bolsonaro es la de enfrentar a los brasileños. Brasil necesita hoy para poder salir del atolladero bolsonarista un nuevo diccionario con palabras perdidas como diálogo, confianza, fraternidad, alegría, deseos de superación, amistad y justicia con los más necesitados. Necesita rescatar sus ganas de vivir y superarse (sí, también los hijos de los porteros y de las empleadas domésticas generalmente todos negros, ministro Guedes).
Brasil necesita de más poesía y menos prosa envenenada. Necesita más cultura y mejor educación, pero eso es cada vez más lejano con un presidente y un Gobierno con un vocabulario lleno de palabras negativas. Su diccionario está repleto de términos como confrontación, guerra, enemigos, amenazas. Todo esto porque el talante psíquico del jefe es el de amenazar, enfrentar y sembrar cizaña en las redes sociales ofreciendo cada día grandes dosis de veneno.
Según ha explicado un general en el anonimato, a Bolsonaro, como paracaidista del Ejército, siempre le gustaron “las borrascas” más que el tiempo sereno. Amaba el peligro y nunca la normalidad. Fue siempre un adorador de la muerte más que de la vida, de la violencia que de la paz. Y así llegó a la cumbre del poder.
Donde el presidente pisa deja las huellas de su amor al peligro, de sus sueños genocidas más que de la recuperación de la vida y la armonía. Recuerda al alumno en la clase que ama sembrar discordia, desafiar la disciplina y, si es preciso, hasta usar la violencia física.
Que no lo olviden en estas horas cruciales los políticos que apuestan en la democracia y desean devolver al país valores que siempre fueron típicamente brasileños y que están siendo pisoteados. Que se olviden los políticos que apuestan por la recuperación de la armonía del país y de su rescate del infierno al que lo están empujando con la receta ilusoria de que lo mejor sería dejar al presidente que se “vaya desangrando” para que llegue “debilitado” a las elecciones. Eso es solo una quimera. Si no hacen algo antes, por muy desgastado que llegue, acabará ganando las elecciones pues contará con toda la máquina poderosa del Estado y el apoyo del Ejército, de las fuerzas policiales y de los milicianos que nunca lo abandonan, así como de sus huestes guerreras que aún suponen un 30% del electorado y que son ciegos y sordos ante cualquier intento de convertir al capitán en un político dialogante y capaz de renunciar a sus instintos de violencia psicópata.
Bolsonaro prefiere, como dice el general, las borrascas y la guerra a los valores de la democracia y de la civilización. Bolsonaro está haciendo el milagro de añorar la vuelta al escenario político de figuras que parecían desgastadas para siempre como el inefable e incombustible, Renán Calheiros. Y hasta Lula. El eslogan que se ha creado hoy en Brasil es: “Cualquiera es mejor que Bolsonaro”. Nada más humillante para un político que tenga un mínimo de dignidad.
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