Lecciones del #sofagate

La política exterior europea tiene graves defectos, pero es una senda irrenunciable

Ursula von der Leyen, Charles Michel y Recep Tayyib Erdogan, en la reunión mantenida el pasado 6 de abril en Ankara (Turquía).- (AFP)

El incidente diplomático ocurrido la semana pasada en Ankara —cuando ante la visita de los dirigentes europeos Charles Michel y Ursula von der Leyen las autoridades turcas solo prepararon para el primero un sillón al nivel de su presidente, Recep Tayyip Erdogan, relegando a la segunda a un sofá— tiene múltiples niveles de lectura. El primero requiere la obvia ...

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El incidente diplomático ocurrido la semana pasada en Ankara —cuando ante la visita de los dirigentes europeos Charles Michel y Ursula von der Leyen las autoridades turcas solo prepararon para el primero un sillón al nivel de su presidente, Recep Tayyip Erdogan, relegando a la segunda a un sofá— tiene múltiples niveles de lectura. El primero requiere la obvia condena del gesto turco que, bajo débiles excusas protocolarias, desprende un inaceptable aroma machista. No puede sorprender mucho, procediendo de un régimen autoritario oscurantista y represor. Mucho más, y este es el segundo nivel, cabía esperar del presidente del Consejo Europeo, Michel, que se sentó en el sillón que se le asignó sin más. Sus posteriores explicaciones no borran la desafortunada imagen, que le acompañará. Hará bien la Eurocámara en preguntarle por lo ocurrido.

En un tercer y más importante nivel se sitúa la ponderación que este episodio propicia sobre la política exterior europea. Máxime cuando el escándalo del sofá se produce poco después de la también problemática visita del alto representante, Josep Borrell, a Moscú. Se trata de una política que se asemeja a una desgarbada e ineficaz criatura mitológica tricéfala, con los presidentes del Consejo y Comisión y el alto representante buscando maniobrar —a veces de forma descoordinada, otras incluso en competencia— un cuerpo con 27 cerebros que transmiten impulsos nerviosos a veces discrepantes, otras incluso contradictorios. Esta es la realidad que todos conocen y que facilita fiascos como los de Ankara y Moscú.

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Esta constatación reclama otras dos: ni hay solución clara a la vista ni alternativa. No puede esperarse que la compleja plasmación de una política exterior común eficaz se logre con rapidez; ni puede creerse que exista otro camino mejor para los países europeos. Sin ella, estos están condenados a una creciente irrelevancia en un mundo de gigantes que resisten (Estados Unidos) o se despiertan (China, India). El camino, pues, debe andarse, porque es mucho mejor diluir algún interés específico dentro de uno colectivo que proporciona amparo e influencia, que agarrarse a cuestiones específicas y permanecer en una flotilla de pequeños barcos separados e incapacitados a afrontar los océanos del siglo XXI.

Ahora, si bien no caben complacencias, tampoco los catastrofismos. Nótese como, en un asunto de máxima importancia y con rasgos de gestión de relaciones exteriores como todo el proceso del Brexit, la UE ha logrado una unidad férrea y considerable eficacia. Por supuesto había intereses discrepantes detrás, pero se superaron. Pero la lección fundamental procede de otras áreas. La dificultad para una política exterior común deriva de la lógica reticencia a ceder competencias en un área tan sensible. Esto, sin embargo, es la condición existencial de la UE, y otras áreas han demostrado que objetivos inimaginables pueden convertirse en realidad. Piensen en la política monetaria, todavía imperfecta, pero ya adulta.

Es preciso, pues, criticar tropiezos y desviaciones para enderezar el rumbo. Pero es necesario no perder de vista el contexto: los intereses de la ciudadanía de los países europeos se sirven mejor juntos. Y se puede.

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