Tal jueves como hoy, hace un año, hacía un día espléndido y yo tenía planazo. Había quedado a la hora del vermú con el actor Javier Cámara para entrevistarlo a propósito del estreno de Vamos, Juan, la serie donde interpreta a un político populista, valga la redundancia, en exacta y desternillante caricatura de lo peor de cada sigla del arco parlamentario. Me las prometía felicísimas, pero la vida iba por otro lado. De camino a la cita me llamó la productora para cancelar el encu...
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Tal jueves como hoy, hace un año, hacía un día espléndido y yo tenía planazo. Había quedado a la hora del vermú con el actor Javier Cámara para entrevistarlo a propósito del estreno de Vamos, Juan, la serie donde interpreta a un político populista, valga la redundancia, en exacta y desternillante caricatura de lo peor de cada sigla del arco parlamentario. Me las prometía felicísimas, pero la vida iba por otro lado. De camino a la cita me llamó la productora para cancelar el encuentro por la creciente ola de coronavirus. El plantón me chocó y no tanto, a la manera en la que nos chocaba y no tanto lo nunca visto en aquellos días en los que aún no estábamos curados de espanto. El caso es que rezongué lo mío, aceptaron un último careo y nos vimos Cámara y yo al raso, muertos ambos a la vez de la risa y el miedo, ambos con el virus detrás de la oreja. Dos días después el presidente decretó el estado de alarma y nos encerraron a todos. El resto es historia.
Esta semana cumplimos oficialmente un año de horror individual y colectivo; 365 días de vivir sin vivir en nosotros. Un centenar de miles de muertos sin poder ser despedidos por los suyos. Centenares de miles de parados sin horizonte de trabajar de nuevo. Millones de compatriotas tocados en diverso grado del bolsillo, el cuerpo y el ala. En esas estábamos todavía, cuando faltan meses para atisbar el faro tras los escollos de las vacunas y el rescate de los despeñados, cuando ayer, en vez de remar a una, un hatajo de piratas se puso a jugar al Stratego con sus votos y cargos para disputarse el timón en plena tormenta ante el estupor de la ciudadanía. Por eso he recordado aquel jueves de marzo. Al lado de esos trileros, Juan Carrasco, el arribista sin escrúpulos de Javier Cámara, es un filántropo. De él te ríes sin que te vaya la vida en ello. Quienes dicen salvarnos de un presunto lobo cebando a otro más fiero darían risa si no dieran vergüenza. Y miedo.