Melómana
Spotify me conoce mejor que yo misma
En mi familia estuvieron a punto de producirse dos cismas afectivos: dejé mis estudios de piano y nunca me saqué el carné de conducir. Hoy en efecto no conduzco, pero soy una mujer muy musical. Algunas personas dedicadas al digno oficio de escribir son más melómanas que yo: la pandilla adepta a Dylan y Reed, y profundos amantes de la música como el gran Óscar Esquivias. Nabokov en Habla, memoria confiesa su perfecta falta de oído y su afición a los lepidópteros. En ese continuum musical, yo habitaría una franja intermedia; he escrito libros con bandas sonoras dispares: ...
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En mi familia estuvieron a punto de producirse dos cismas afectivos: dejé mis estudios de piano y nunca me saqué el carné de conducir. Hoy en efecto no conduzco, pero soy una mujer muy musical. Algunas personas dedicadas al digno oficio de escribir son más melómanas que yo: la pandilla adepta a Dylan y Reed, y profundos amantes de la música como el gran Óscar Esquivias. Nabokov en Habla, memoria confiesa su perfecta falta de oído y su afición a los lepidópteros. En ese continuum musical, yo habitaría una franja intermedia; he escrito libros con bandas sonoras dispares: Danzas húngaras de Brahms, canciones de Chavela Vargas, “Pepa, no me des tormento”, “El pájaro Chogüi”. Hoy siento que perdemos el canturreo doméstico sustituido por el gorgorito de concurso y karaoke. Se escucha menos música a través de los patios. Será por los auriculares. La música se presenta a menudo como acompañamiento, paralelismo, algo que “marida” con la realización de otras tareas como la seducción o el yoga. Ahora con los audiolibros me inquieta la posibilidad de escuchar Los hermanos Karamazov mientras preparo fabada. Pero eso son manías de un animal analógico que se plantea el vínculo entre concentración y experiencia artística sin reparar en que acaso nuestro cerebro esté mejorando en sus funcionalidades (“¡Okey, Google!”) y lo importante sea la noción de “multitarea”. Como “movilidad” y “teletrabajo”. Me cuesta asimilar ciertas metamorfosis, pero mis jóvenes primas me sacan de lo oscuro. Me regalan una suscripción a Spotify. Ahí empiezan mis “en ocasiones veo muertos”: miedos que transmutan esta columna personal en una columna política.
Spotify me conoce mejor que yo misma. La selección de canciones preparada para mí me ha recordado que he sido cursi, gamberra, amante del rock radical vasco y de las bandas sonoras de películas. Del patinaje artístico. Ha detectado en mí una idiosincrasia ecléctica y compleja —una vida interior— que me gratifica mucho, aunque quizá no sea para tanto. Spotify repasa mi biografía, me psicoanaliza y se anticipa a mis deseos. Ha intuido que puedo ser consumidora de arias y culminantes momentos operísticos. Momentos. Me facilita y complace. Me pone Ilegales, Radio Futura, Nacha Pop, Gabinete Caligari, Golpes Bajos y Burning, por un cálculo cuyo resultado coincide con mi adolescencia. Pero, ¿por qué sabe lo de Llach?, ¿por qué me pone fragmentos —trocitos, trocitos— de La pasión según san Mateo, en versión de Von Karajan? Spotify está dentro de mí —¡y aún no me he puesto la vacuna!— o quizá hablo mucho mientras veo Cachitos de hierro y cromo. Me muevo sigilosa por el piso. Spotify es un masturbador sonoro que maneja hábilmente mis nostalgias. Vivo en bucle: mientras hago la uve siempre acabo disfrutando de Mediterráneo. Navego por caminos previsibles. Me enrabieto con los cantos de sirena y La, la, land, reconvertida en fondo de programas de pseudococina, y busco en mi mayordomo melódico: Valtònyc, La Insurgencia, Pablo Hasél. Están. Si no soy curiosa es por mi culpa. Acabo de firmar la justísima carta por la libertad de Hasél. Derramo una lágrima por el talante de Spotify hacia la libertad de expresión y, cuando estoy a punto de enamorarme de mi máquina como el protagonista de Her, dejo de fustigarme: la pela es la pela y esto es lo que tenemos para sobrevivir.